Ayer se cumplieron tres años desde tu fallecimiento, aita. He de decir que, semanas antes, tuve un sueño que hizo florecer en mí un sentimiento de genuino desasosiego: el del temor a tu muerte o a la muerte de la ama. Lo recuerdo porque se lo conté a mi entonces psicóloga, la misma que reaccionó con estupor tras conocer que sí, que la pesadilla que le había relatado se había hecho realidad. Pudo parecer algo profético o trascendente, pero no soy tan estúpido. Ya habías tenido un susto, que quedó en mi inconsciente, y dormir lanzó mis miedos a lo onírico. No hay más. El resto es el relato que muchos vascos comparten: una Osakidetza deshumanizada, afuncionariada en el peor sentido de la palabra y en descomposición hizo que hoy no estés con nosotros celebrando las cosas buenas que, muy de tarde en tarde, también me pasan. Cuatro semanas antes de besarte en la frente para descubrir lo rápido que se enfrían los cuerpos inertes, un buen número de músicos se reunió en el Victoria Eugenia para homenajear a Rafael Berrio, que nos dejó un año antes. Allí descubrí que su canción En sueños estaba dedicada al padre que perdió y a esa única manera de reencontrarse. Llevo tres años soñando contigo, aita, pero temo el día en el que ya no lo haga. Porque ya se sabe, los sueños, sueños son, y apenas nada más.