Esa frase de hablar por no callar siempre me ha gustado. Me la aplico a mí en primer lugar, porque hay ocasiones en la que me escucho diciendo chorradas encadenadas. Pues eso, por no callar. Muchas veces se habla porque el silencio nos da miedo, nos hace parar y pensar. Oímos mejor nuestros propios pensamientos, pero también los que no queremos escuchar, los que están agazapados, asomando la patita pero sin atreverse a salir. El silencio les ayuda a perder el miedo escénico. Aprender a disfrutar del silencio es importante, como lo que es también elegir bien las palabras, y con las palabras, el tono que se utiliza. Si para cualquiera de los mortales aprender a no ir dando mamporros dialécticos a diestro y siniestro es fundamental, las heridas que se abren con palabras son complicadas de suturar con otras palabras, lo es más para quienes tienen responsabilidades públicas. Lanzar arengas, apelar al miedo y amenazar solo nos lleva, a velocidades de vértigo, hacia una sociedad peor. Como en tantas otras cosas, tendríamos que aprender de los ejemplos. De que de lo malo sale algo peor. La mano abierta es mejor, siempre, que el puño cerrado clavando las uñas de la rabia, del odio y de la intolerancia en la palma.