Unos pasadores de pelo, un libro de un renombrado crítico de arte y una funda del móvil cosida a punto son algunas de las heridas de guerra que conservo de aquellas que decidieron quedarse a pasar la noche y nunca miraron atrás. No se lo reprocho, mentiría si dijese que nunca he hecho lo mismo. Entre las cosas que olvidaron, desde hace cinco años presiden el salón de mi piso compartido, apilados contra la pared, dos tableros de ochenta centímetros por dos metros, de una que insistió en construirme un escritorio nuevo. No dio tiempo a que sustituyera la actual superficie de conglomerado por algo más robusto que, visto así, parece una buena metáfora de la propia relación. De esa y de todas. En la esquina de la mesa, sostenida por dos caballetes, una foto enmarcada a la que no soy capaz de aguantar la mirada y que, por ello, reposa boca abajo. Sobre ella, cartas y postales que alguna vez me escribieron y otras que, por cobardía, jamás envié. La caja de un reloj con correaje de madera hace de pisapapeles. Una maraña de notas de prensa, contratos, facturas, dosieres y pasquines sepultan unos recuerdos que es mejor no volver a mirar, no sea que descubramos que aquellos instantes congelados no se corresponden con la actualidad. Queremos ser libres y vivir sin ataduras, pero nos destroza saber que el mundo ha girado, primero, a pesar de nosotros y, segundo, sin nosotros. Y para colmo, el pensamiento te golpea con la puta habitación sin recoger.