Catalanes y catalanas acuden hoy a las urnas bajo el signo de la indecisión. Según las encuestas, un 40% del censo no sabe a quién votar, por lo que el margen de que revienten los pronósticos es muy alto. Esta es una de las semejanzas con la campaña electoral vasca, aunque aquí el porcentaje de indecisos, pese que era relevante, fue menor. Leyendo a analistas y periodistas que han seguido la campaña, se observa que también allí creen que ha sido una campaña extraña, marcada por el impacto que tuvo la autoreclusión de Sánchez en Moncloa. Y al igual que en Euskadi, la agenda social se ha impuesto a la identitaria, sin apenas sitio para cuestiones como el referéndum o a la amnistía, pese a que la ley entrará en vigor justo después de las elecciones. Aquí acaban las semejanzas, porque si en Euskadi sabíamos que salvo improbable vuelco electoral la gobernabilidad pasaba por la continuidad del pacto entre PNV y PSE, es justo esta la principal incógnita en Catalunya, con elevado riesgo de que se tengan que repetir las elecciones. Pero la diferencia más preocupante y a la que no hay que perder de vista para evitar contagios, es el alcance que pueden tener las fuerzas xenófobas y ultras, en su doble versión independentista y unionista. La cercanía entre Euskadi y Catalunya ha sido solo temporal; pasado el procés, el eje en el que nos cruzamos vuelve a residir en Madrid, porque de las cuatro fuerzas soberanistas vascas y catalanas depende la gobernabilidad del Estado, aunque el poder desestabilizador está en Catalunya.