Quizá sólo sea a veces. Pero hablar con niños de diez años me hace sentir bien y desconectar. Son momentos efímeros, pero impagables en los que el mayor de los problemas se reduce a la anécdota y me hace soltar más de una sonrisa. Basta con escucharles, mientras les llevas en coche a entrenar, por ejemplo. Un trayecto de apenas diez minutos que en determinados momentos puede servir de terapia para nosotros, los vulnerables adultos. Hay momentos en los que uno quiere que se queden así, niños o niñas, con sus problemas y emociones de mocosos, pero si por algo la vida es bonita es, precisamente, porque en esa montaña rusa que a todos y todas nos va a tocar vivir, se esconden momentos mágicos que todo el mundo merece experimentar y ellos también se toparán. Si el balance final es bueno o malo, sólo lo puede evaluar uno mismo, después de vivirlo, y en esto, como en el fútbol, hasta que el árbitro pita el final, todo cuenta. Cuando me enfrasco en crisis existenciales, me pregunto qué sería de mí sin ellos. A veces siento la tentación de pensar que tendría menos preocupaciones y más tiempo para mí, pero en el fondo sé que estaría incompleto. Disfrutarles y sufrirles, hasta bien mayores, es una razón de peso para mantener la esperanza interminable de que el día de mañana sea mejor.