La resolución 181 de la ONU sirve para todo y como cualquier cosa que vale para todo, no sirve para nada. La ONU mandó en 1948, con los votos a favor entre otros de EEUU y la URSS, crear un Estado palestino y otro israelí dos meses después de que acabara el Mandato Británico. El 14 de mayo Alan Cunningham abandonó Palestina, pero un día antes, David Ben Gurion había proclamado ya el Estado de Israel. Un día después, una alianza árabe (Egipto, Siria, Transjordania, Líbano, Irak, Arabia Saudí, Yemen…) declaró la guerra al recién creado estado judío, al que la orden de la ONU había atribuido el 55% de la tierra palestina. Gracias a su sorpresiva victoria militar, Israel se hizo entonces con el 77% del terreno. Un porcentaje que ha crecido estas décadas y que apunta a volver a hacerlo. Cuando Gaza se quede sin baterías y se apague, el ejército israelí entrará por el norte de la Franja. A eso suena un abismo: a apagar los hospitales con incubadoras y las UCI. Las equidistancias de hoy matan al punto que es imposible oponerse a las acciones de Hamás sin parecer semita. Y viceversa. El mundo ha llegado a ese punto en el que lo sensato, algo así como que ningún proyecto valiera como para cargarse una vida, suena a naíf. Ridículo. Cualquier solución necesita muertos. Y cuantos más, mayor fortaleza para negociar. Poco hay más barato que una vida ajena. Sobre todo, si no se paga por ella.
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