“Rendirse es fácil, esfuérzate para mejorar”. No sé de quién es la frase, pero me la acaba de decir mi reloj en mitad de una azarosa jornada laboral. Es uno de esos cacharros que lo mismo te cuenta los pasos, que te mide el estrés, que te controla la calidad del sueño (todavía no evalúa el contenido soñado, aunque todo se andará). Ahora, desde su última actualización, también me manda absurdos mensajes motivacionales a destiempo. Supongo que las pulsaciones y el nivel de estrés (12 barritas consecutivas de color naranja) le han hecho creer que estaría dándolo todo en el gimnasio, que no tiendo a pisar, pero, oiga, cuando voy al bar del polideportivo el señor Google lo contabiliza en su resumen mensual como actividad deportiva y, al volver a casa, el gps me sitúa siempre en el portal de al lado. Y decían que nos tenían milimétricamente controlados en todo momento. El caso es que, a estas alturas del siglo XXI, lo que yo esperaba de un reloj era pedirle cosas –como hacía Michael Knight– y que las hiciera (qué se yo, que me acerque el coche cuando aparco lejos), no que el reloj interprete mi vida y me suelte chorradas que parecen leídas en una taza mindfulness de ridícula caligrafía. Espero que su función más útil, localizarme el móvil, no haya cambiado y no me suelte paridas por perderlo tanto.