Quizá sea nuestra forma de vida acelerada, o a lo mejor sólo soy yo, que con el paso de los años acumulo deudas impagables que se manifiestan en no poder estar, no ya con los amigos, sino con seres más queridos que te excusan porque te quieren, bajo el argumento de que andas muy liado con el trabajo y todo eso. De este modo, es fácil caer en la dejadez y olvidarnos de tocar el timbre, sin reparar en que pasar a dar dos besos nos convierte en mejores personas y nos hace sentir mejor. A veces se nos pasa por la cabeza, sí, pero lo dejamos para otro día, conscientes de que la simple visita acarrea una estancia que hacen saltar las costuras mentales que nos construimos. Si es día laboral, porque trabajas; si es festivo, porque necesitas tiempo para ti. Esta semana una persona mayor me paró a voces cuando iba en bici con mi hijo de diez años. ¿Le pasa algo?, pregunté. “Venid a hablar, que estoy solo”. Teníamos cierta prisa, ¡cómo no!, pero insistió en su soledad, así que nos acercamos. Me preguntó de dónde éramos, por la familia y me dijo que yo en particular tenía las piernas “muy gordas” y que teníamos buen camino hasta casa. No estuvimos ni cinco minutos, y me excusé con que debíamos irnos ya. Un chupito insuficiente para él, pero lo triste es que concedo menos a personas más importantes en mi vida.