Siempre ha habido colas. Comprar el pan, pasteles el domingo, hacerse el DNI, pagar el peaje... son algunas de los asuntos que nos tenían acostumbrados a guardar cola. En las tiendas de comestibles también había turnos y, aunque parecía que no existían, la gente se iba dando la vez creando un hilo invisible que dirigía el orden de atención. La pandemia agudizó el sistema de colas y fueron necesarias para casi todo. Nos pusimos tan disciplinados como los ciudadanos soviéticos que a veces veíamos en televisión. Con la explosión del turismo en todo el mundo y la coincidencia de miles de personas en un mismo punto del globo para ver o degustar algo, el sistema de la fila vuelve como mucha más fuerza. Hay también colas por Internet, para comprar una entrada o para reservar estancias en algunas playas paradisíacas, donde es obligatorio lavarse los pies al salir para no llevarse arena. Los clientes que esperan el funicular de Igeldo rebosan ahora fuera de la estación. Las colas molan para comer un pintxo de tortilla, un trozo de tarta o conocer ese local que sale en las guías. Este año se unen a la fiesta las cerrajerías, al menos la de mi barrio, que tras un montón de robos en viviendas y cambios de cerraduras, mostraban ayer una fila digna del helado más rico de la Aste Nagusia.