La decisión de que varios restaurantes de Barcelona no van a permitir que una persona se siente a comer sola –no por aliviar su soledad sino porque quieren facturar al menos el doble– me recuerda un triste episodio que viví no hace mucho en Donostia. Soy de piñón fijo, lo que significa que cada vez que me escapo a comer el menú del día (solo o acompañado) suelo ir al mismo sitio, cerquita del periódico, porque para qué cambiar si se come bien, te atienden bien y la gente que lo lleva es encantadora. Pero cuando cierran unos días por vacaciones, y tampoco es que cierren demasiado, me quedo pelín desubicado. En una de esas, en pleno verano, termómetro a tope y mogollón de peña llenándolo todo, no funcionaron el plan be ni el ce y acabé peregrinando hasta un restaurante del barrio de Lorea en el que un camarero me largó al saber que estaba solo. “No nos queda ningún sitio”, sentenció. “Ah, pues entonces nos vamos”, dijo la pareja que entró justo detrás (aparentemente turistas), al darse por aludida. “No, para ustedes sí hay sitio, pasen conmigo”, les susurró Pinocho. Yo me largué. Desconozco si la pareja aceptó la mesa o se fue temiendo lo que te pueden dar en un restaurante donde ya te mienten en la entrada. Sin tardar mucho, vi que ponían cartelitos en la calle para llamar a la potencial clientela. Yo nunca he vuelto. Ni solo ni acompañado.