Las sociedades se dividen entre las que creen en la monumentalidad y las que no piensan más allá de 30 años en el futuro. Es en este último grupo en el que se ubica Donostia desde hace casi dos siglos. Así, en 1813, ante las diferentes opciones de reconstrucción, primó un valor, el de la propiedad privada. Los hacendados rechazaron la posibilidad de un urbanismo moderno; temían que les arrebatasen metros cuadrados. Eso sí, cinco décadas después, con el derribo de las murallas, lo moderno se volvió más apetecible. Enterrando Donostia nació una nueva, edificada, en adelante y eternamente, sobre sí misma. Es así como no queda intacto ninguno de los mercados que luego tuvo la ciudad, ni el Bellas Artes, ni el antiguo Kursaal, ni San Bartolomé y, desde la semana pasada, tampoco la Estación del Norte. No nos puede pillar de nuevas, estábamos prevenidos. Es en El planeta de los simios donde el Politburó de los chimpancés bípedos niega a sus congéneres el acceso a determinadas zonas, no sea que alguno descubra que su sociedad, pese a ser una monería, no es el alpha y el omega de todo. No queda mucho para que, al ver los restos de las murallas que decoran las paredes del parking del Boulevard, un turista al que se le permita introducir su coche hasta el Centro descubra que Donostia llegó a estar habitada por seres humanos, antes incluso que por simios.