Hubo un tiempo en el que el tabaco se asociaba con el rudo vaquero del Oeste (luego nos enteramos de que murió de cáncer) y si no fumabas no eras digno de ser el macho alfa. Después, rebajaron la edad de inicio asociándose con el joven rebelde, con o sin causa, y el tabaco inundó pelis con estrellas con chupa de cuero. Y sin tardar demasiado, convirtieron el pitillo en símbolo de distinción de las mujeres más modernas y osadas, así que de pronto, gracias a la magia de la publicidad, era posible que el tabaco reafirmara la masculinidad del varón más machote y la feminidad de la mujer más feminista. Qué cosas. Y mientras, la industria tabaquera buscó llamar la atención del adolescente y hasta de los más críos (con Los Picapiedra, Santa Claus...) que hasta podían entrenar el hábito de fumar con cigarrillos de chocolate que imitaban las cajetillas que fumaban sus padres. Convertido ya en el siglo XXI el fumador en un apestado –enfermedades y leyes mediante– llegó el vapeador disfrazado de inocuo y sofisticado, hasta que también lo calaron. Y ahora, salta la alarma porque ha salido al mercado el vapeador infantil con forma de inocentes personajes de dibujos animados con su tubito para fumar. Una especie de txikitabako, sin nicotina presumen –solo faltaría– pero igual de absurdo, adictivo y pernicioso.