Pienso a menudo en la muerte, es decir, en el hecho de morir. Al menos una vez al día, al acostarme. Me pregunto cuánto me quedará. Es un pensamiento que, además, me sobreviene cada vez que concluyo un libro o veo una película que me ha gustado mucho porque, aunque queden los objetos a los que cantaba Rafael Berrio, la experiencia emocional no puede coleccionarse en tarros de cristal. La cantidad de libros que me gustaría leer y todas las películas que aún no he visto, a su vez, me generan lo que se conoce como FOMO, el terror a perderme algo. Hace casi dos décadas, Desmond Hume se presentó a la audiencia de la serie Perdidos como un hombre que, llegada la hora, en sus últimos minutos, quería despedirse leyendo Historia de dos ciudades, de Dickens, una obra pendiente. Al igual que aquel, al adivinar su posible final, Charlie, el protagonista de La ballena de Aronofsky –magnífico papel por el que Brendan Fraser ha sido nominado al Óscar–, recita en voz alta una redacción sobre el Moby Dick de Melville, un resumen de texto que considera excelso. Ante el último estertor, ambos ejercicios parecen vacuos, habida cuenta de que el contador, al caer el telón, siempre vuelve a cero, y debido a que lo que realmente ansiamos es no morir y así seguir leyendo... y que nos sigan leyendo y, así, seguir viviendo.