El problema de poner todos los huevos en el mismo cesto es que, si se cae el cesto, todos los huevos se rompen al mismo tiempo. Es lo que está ocurriendo en el caso de Twitter, que sirve de paradigma perfecto de nuestra dependencia de Internet. Ocurrió también hace unas semanas con la caída de WhatsApp, momento en el que descubrimos que habíamos olvidado cualquier otro modo de comunicarnos y que nos llevó, a quien no lo tuviese ya, a instalar Telegram. Sería hipócrita si enarbolase la bandera del ludismo y defendiese que sin Twitter todos seríamos más felices, cuando lo cierto es que llevo desde el viernes, día en el que la plantilla de la red social dimitió en masa ante las demandas del megalomaníaco Elon Musk, pensando cuánto perderían los que, de una manera u otra, hemos hecho de esta tecnológica un pilar de nuestra vida. El problema es que nos quisimos creer lo de la democratización de las opiniones a cambio de aceptar los Términos y Condiciones del dueño de la imprenta, que diría aquel. Sacrificamos nuestra alma dando implícita legitimidad a las y a los agentes de la ultraderecha que campan a sus anchas en pago por una comunidad de usuarios en la que queremos ver refrendadas nuestras opiniones. Nosotros mismos nos hemos puesto la soga al cuello. ¡Manda huevos!