Twitter se convirtió ayer en un epitafio escrito a millones de manos. Fue después de que trascendiera la dimisión en masa de sus trabajadores en las oficinas centrales de San Francisco (EEUU) tras la enésima ocurrencia de Elon Musk, empeñado en quemar los 44.000 millones de dólares que ha pagado por el juguete y cambiar la imagen que teníamos de él por la de un niñato mimado y caprichoso, que primero despide a media plantilla y hace trabajar el doble a los que se quedan mientras verifica identidades falsas a 8 pavos para que se hagan pasar por una farmacéutica, un banco o un empresa de videojuegos provocando el caos entre accionistas y consumidores. “Por si esto se acaba, si esto colapsa, si mañana ya no existe…” comenzaban ayer tantos tuits, algunos en serio otros a modo de denuncia, para decir adiós, por si acaso, a una red social que funcionaba más o menos bien hasta que llegó este tipo. Aunque tuitear, no lo olvidemos, es como conducir, todo el mundo cree que lo hace bien y a algunos hasta le sale la bilis por la ventanilla si presencia una maniobra que no le gusta por muy reglamentaria que sea. Me temo que si el señor Musk escucha hoy una alerta de que hay un tipo conduciendo en dirección contraria, como en el chiste, exclamará “¡Uno no, todos!”.