Nadie aprueba el trabajo infantil y se nos encoge el corazón cuando vemos a los niños que trabajan en países pobres, muchas veces descalzos y durante horas y horas. Los pequeños pueden ser mineros para meterse por agujeros más fácilmente o pueden coser con sus delicadas manos, entre otras muchas tareas, que están reservadas para ellos. Desde nuestro mundo occidental nos parece muy mal, porque no solo son explotados sino porque no pueden estudiar y avanzar, pero en sus contextos de supervivencia aportan dinero a la familia y suavizan la miseria en la que viven. Si sus padres fueran ricos, obviamente no trabajarían. Entre nosotros también hay trabajo infantil, pero es un trabajo más cool y los txikis no dejan de ir al colegio ni de hacer su vida. No sé qué leyes imperan en el mundo de los influencers, pero que una niña tenga que ser grabada cada día mostrando sus nuevas ropitas para que su madre haga caja no parece muy educativo ni siquiera muy legal. Estos pequeños han sido convertidos en productos, como alerta la escritora Delphine de Vigan, ganadora reciente del Euskadi de Plata. La novelista advierte de una oleada de denuncias contra los padres cuando sus proles, siempre felices en YouTube, se den cuenta de en qué han sido convertidos.