Ver pasar, en apenas cinco minutos, tres bandadas de grullas de camino al sur en formación de V (una de ellas era un V perfecta) es un espectáculo para la vista y los oídos. Pero desconozco si verlas antes del Día de los Difuntos es un buen o mal presagio, más allá de la simbología relacionada con la llegada del frío. No sé qué pensarían nuestros antepasados, en el siglo XX, cuando hasta el canto de gallo a deshora podía convertirse en advertencia de muerte. Antes incluso de que falleciera una persona ya comenzaban los rituales en los que nada se dejaba al azar. Todo seguía un protocolo para que el viaje al otro lado tuviera éxito y el ánima no quedara vagando entre los vivos. Desde el paño que se utilizaba para tapar el rostro hasta quién encabezada el cortejo fúnebre, todo estaba estipulado según la costumbre del pueblo; incluso el camino a seguir para llegar al cementerio o la forma de comunicar la noticia a los animales del caserío. Pero ahora, sin embargo, la muerte se ha vuelto tan aséptica que ni siquiera nos paramos a pensar en ella, y mucho menos a hablar sobre lo que supone para nuestras vidas. Preferimos escondernos tras las máscaras de La Catrina y olvidarnos de que aquí también tenemos nuestras propias historias de miedo: arima herratua, atzamarren erreunea, Mateo Txistu...