C uando atraparon al violador en serie de Gipuzkoa, en julio de 2019, después de haber atacado brutalmente a una chica en Beasain, recuerdo respirar profundamente, como si me hubiera quitado un peso de encima. Cada vez que bajaba al garaje sola o llegaba tarde a casa, mi cuerpo se ponía en guardia de manera automática, inspeccionando cada sombra y ruido extraño. Solo pasaron seis días desde la agresión hasta la detención, así que no quiero ni pensar qué supuso para el Área de Delitos contra las Personas de la Ertzaintza, cuyos profesionales llevaban siete años detrás de él, haber puesto fin a una de sus particulares pesadillas. El jefe de la sección, Hugo Prieto, explicaba en una interesante entrevista realizada por Mikel Mujika y publicada por este periódico que “un depredador sexual, en cuanto lo hueles, sabes que va a cometer otra y llevábamos siete años con esa presión”. Ahora que se le está sometiendo a su tercer juicio, están saliendo a la luz detalles macabros de lo que hizo, de cómo fue perfeccionando su método para intentar evitar ser cazado, mientras iba eligiendo a sus presas con más precisión y acometía sus crímenes con más violencia. No resulta descabellado pensar que, de no haberlo parado entonces, quizá el siguiente juicio, en lugar de por violación, habría sido por asesinato.