“qué sucio tienes el pelo”. “Sí, es que nos lavamos la cabeza los sábados”, dijo la niña, que esperaba con ilusión el ratito de baño conjunto con sus hermanos, una sesión semanal que terminaba con una ducha rápida para cada uno. La abuela respondió: “Es viernes, ya queda poco”. Y así comenzó otra de esas sesiones de recuerdos que tanto gustaban a la pequeña. La amona siempre comenzaba explicando que cuando era niña se podían lavar la cabeza todos los días si quisieran. El agua templada no era un lujo. No existían los anuladores de calor colocados en todos los hogares para controlar el consumo energético. Y había personas que estaban hasta 20 minutos debajo del agua, le contaba. La pequeña, con los ojos abiertos, preguntaba: “¿Los niños también? ¿Se podían bañar solos”. “Sí, bonita, así era”, contestaba mientras terminaba de hacerle la trenza. Y recordaba cómo se lavaban todo el cuerpo con jabón, aunque fuera innecesario. Ahora era al revés, los médicos recalcaban lo malísimo que era y algunos gurús sostenían que la higiene diaria era un vicio. “¿Y es verdad que en algunas casas se podía poner calor cuando hacía frío?”, preguntaba de nuevo la pequeña. “Sí, sí, y algunas tenían aire frío para cuando hacía calor”. Quizás lleguemos a esto. l
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