Si nos preguntamos quiénes mandan, probablemente se nos va el cerebro hacia los distintos gobiernos que deciden a dónde se destinan nuestros impuestos y qué hacer con ellos. Sabemos, sin embargo, que no hacen lo que quieren. En todo caso, lo que quieren... si pueden. La subida de los precios de la energía es un ejemplo de cómo los gobiernos del mundo están atados a quienes tienen la sartén por el mango, que ejercen el verdadero poder y a los que se someten con más o menos ganas. Hace poco nos hemos enterados de que las principales constructoras han sido multadas con 61 millones de euros por haber pactado precios, un dinerillo que pagarán sin más problemas y hasta la próxima. Ayer supimos que la empresa norteamericana Uber, implantada en las grandes ciudades del mundo, no solo usó los límites de la ley para trabajar aquí y allá sino que se saltó cualquier atisbo de legalidad presionando mafiosamente a los dirigentes públicos. Gracias al Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación, se sabe, por ejemplo, que los encapuchados que atacaron a conductores de Uber en Amsterdam, donde luego lograron concesiones públicas, no eran taxistas, como se quiso hacer ver, sino encargados por empresa de transporte de viajeros para revolver el avispero.