Amadou Yaya Bah no sabe cuántos años tiene, pero es una de las 101.979 personas que nacieron fuera de nuestras fronteras y que ahora viven, trabajan y disfrutan de Gipuzkoa en su plenitud. No celebró su cumpleaños hasta que, en Málaga, ciudad a la que llegó después de cuatro largos años de viaje desde su Guinea natal, le adjudicaron su fecha de nacimiento en 1999. Salió en 2015 de la capital, Conakri, en busca de un futuro mejor. Siendo el único hombre en su familia, dejando atrás a su madre y a sus hermanas, cruzó la frontera, junto a otros dos amigos, a Mali, primero, y después a Libia.

Escondidos, lograron dejar atrás la guardia de ambas fronteras, pero fueron descubiertos y los deportaron de Libia al inhóspito y desolador desierto del Sáhara. De noche y sin saber dónde estaban, los abandonaron a merced de las altas temperaturas. “No teníamos dinero y no sabíamos a dónde ir. El objetivo era encontrar aldeas que nos mostraran el camino, pero era peligroso, porque podían tomarte como esclavo y venderte como mercancía”, recuerda Yaya.

Con ayuda de alguna buena gente que se cruzaron en el desierto, consiguieron un billete con destino a Tamarasset, una ciudad grande al sur de Argelia. “Sabíamos que en Tamarasset había mucha gente de color como nosotros que había ido a buscarse la vida, a trabajar, y quisimos hacer lo mismo nosotros. Sin embargo, el año y pico que nos pasamos allí fue muy duro”, resopla Yaya. Gracias a unos conocidos que hicieron en la ciudad, consiguieron trabajo en la construcción. Más que trabajo, esclavitud. “Dormíamos en el mismo edificio a medio hacer en el que trabajábamos, y a veces, si no les apetecía pagarnos, no lo hacían. Nos daban comida, si había suerte, y nos buscábamos la vida para sobrevivir”, recuerda.

Un día, la policía argelina se enteró de que muchos inmigrantes pasaban la noche entre las obras, y decidieron desalojar la zona. Yaya y uno de sus amigos consiguieron escapar, pero Alosein, el tercero, cayó al suelo en la huida y fue atrapado por la policía. Fue torturado durante días y golpeado hasta que le rompieron costillas y varios huesos de la espalda. Días después falleció en el hospital, en los brazos de Yaya. “Antes de morir, Alosein nos dijo que, pasara lo que pasara, teníamos que seguir con el viaje. Le prometimos que así lo haríamos y huimos de Argelia hacia Marruecos”, cuenta emocionado. 

En la cuidad de Gando, ya en tierras marroquíes, consiguieron el contacto de un hombre que gestionaba los traslados en barco, de manera irregular, a Europa. “Nos dijeron que cinco de cada seis barcos no volvían, que todos acababan muertos, pero aun así yo quería seguir, no tenía nada que perder”, asegura. 

Su compañero de viaje hasta el momento no pudo con el sufrimiento y decidió volverse, pero Yaya recordó la palabra que le había dado a Alosein y se lanzó a la mar. “Nos rescató un helicóptero de salvamento, y nos llevó a Málaga. Cuatro años habían pasado desde que salí de casa, pero seguía sin saber dónde estaba. Nada más llegar, nos llevaron al calabozo y tuvimos varias entrevistas con los psicólogos”, asegura. La Cruz Roja les acogió y les dio cobijo, comida y agua. “Estuve un mes en un hostal, y recuerdo que no entendía nada. El shock es tan grande que no sabes dónde estás, pero en el fondo estás muy feliz”, sonríe.

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“Pude llamar a mi madre, por primera vez en cuatro años, y decirle que estaba bien. Pensó que estaba muerto”. La Cruz Roja lo destinó a Donostia, al barrio del Antiguo, y consiguió la tarjeta sanitaria y el asilo. Comenzó a estudiar castellano y entonces conoció a una de las personas que le cambió la vida. Ana, su profesora de castellano de la academia Tandem de Gros, le acogió en casa y le trató como a uno de sus hijos. “Es como una madre para mí, es mi segunda familia y estoy muy agradecido por todo lo que ha hecho por mí”, relata.

Actualmente, Yaya es una de las 101.979 personas que nacieron fuera de nuestras fronteras y que ahora viven, trabajan y disfrutan de Gipuzkoa en su plenitud. Trabaja en la empresa Amcor, en Lezo, después de pasar por otros trabajos. En los siete años que ha cumplido en Donostia, no ha parado de trabajar. Ahora, contento en “un trabajo que me encanta”, vive en Amara y todos sus amigos son vascos. “Es la mejor gente del mundo, gora los vascos”, se atreve con el euskera entre risas.