Así definió Cicerón a la inveterada costumbre de que la ley enmudeciera ante el poder, que supongo que se remonta a la primera proclamación de jefe de tribu en la historia de la humanidad. Sistema que se fue normalizando y perfeccionando a medida que crecía el poder acumulado por los tiranos. Y es una de las realidades que ya empezaron a grabarse en mi mente durante la Guerra Civil, cuando yo iba ya cumpliendo mi octavo y noveno aniversarios y escuchando, en los bancos de la plaza, los cautelosos comentarios de los mayores referidos a juicios injustos con sentencias de muerte y a otro tipo de muertes causadas por venganzas de los vencedores. Una época también angustiosa la de la posguerra, con miles de presos, muchos con pena de muerte, que llenaban cárceles y batallones de trabajadores. Y por si abrigábamos alguna esperanza de que esto cambiara, Franco nos lanza la promesa de que todo quedaba atado y bien atado. Hasta que su muerte nos hizo soñar con la experiencia de una democracia real. Eso parecían prometer los nuevos diputados. Al menos, nos lo hicieron creer. Pero han pasado los años demostrando que no. Ha prevalecido la promesa de Franco sobre la aseveración del Rey al anunciar que la ley es igual para todos. Y ahí han quedado infinidad de casos delictivos sin sentencia definitiva o, muchas veces, excesivamente benévola. Quousque tandem? Por lo visto, hay muchos intereses en que no se suelten los nudos de la atadura que suponen una garantía para que la ley siga callada. O, al menos, obediente.