os chicos están a punto de llegar después de una noche en la que el mercurio se ha desplomado. Todos han dormido en la calle. Aunque el sol apenas caliente, se agradecen los rayos que se cuelan a mediodía por las ventanas de la vieja villa Landetxe de Aiete. Es el lugar de peregrinación diaria de casi un centenar de magrebíes. Será su única comida caliente del día.

Outmane Marjani, voluntario de 24 años, hierve café. Este joven marroquí ultima los preparativos a la espera del goteo diario de vagabundos del Magreb. Se trata de una de las principales áreas de procedencia de la población de origen extranjero que recala en Gipuzkoa, solo por detrás de Latinoamérica y la Unión Europea. "Todos los días viene alguien nuevo", asegura el chico, que remueve en una olla el estofado con carne y patatas preparado por voluntarios de Tolosa.

La visita al centro permite poner rostro a la población del Magreb. Se trata de un colectivo diverso -Marruecos, Argelia, Túnez y Libia, principalmente- que supone el 14,2% de los flujos migratorios, según datos del Observatorio Vasco de la Inmigración, Ikuspegi. Son días complicados para todos ellos.

Además del frío, combaten contratiempos añadidos como "el certificado digital de vacunación", asegura Ibone Aristegi. La educadora social acaba de llegar a la villa con varias barras de pan bajo el brazo. Ella es la encargada de coordinarse con Osakidetza para dar cauce al problema.

El martes que viene está previsto que tomen la dosis de refuerzo, pero la vida errante se da de bruces con la burocracia. Hay quienes recibieron el primer pinchazo en Marruecos. Otros en Ceuta, y para formalizar todo ello les piden el DNI o el NIE, acrónimo del Número de Identidad de Extranjero. Muchos no portan documentación porque la perdieron en la ruta migratoria y están haciendo trámites con sus países de origen. "Para ducharse en algún servicio municipal necesitan mostrar ese certificado. Y creemos que todo el mundo tiene derecho a una ducha, al margen de su situación administrativa", sostiene Aristegi, convencida de que la falta de higiene les puede convertir en portadores asintomáticos de otras muchas enfermedades más allá del covid.

La educadora se sienta frente al ordenador en la sala multiuso de la última planta, un pequeño desván que sirve tanto de despensa como de oficina. Hace el recuento de los usuarios habituales en la villa Landetxe de Aiete: son 137 jóvenes. Al menos un centenar acude al centro a diario.

Tres voluntarios han comenzado a traer en grandes bolsas de plástico la ropa que ha sido lavada en Tolosa, de donde traen la comida. El reparto se realiza, paradójicamente, en el segundo barrio de mayor poder adquisitivo de Donostia -solo por detrás de Miramon-Zorroaga-, con una renta familiar media que supera los 55.000 euros, según datos del Instituto Vasco de Estadística, Eustat. "Prácticamente todos los que vienen aquí están en situación de calle", detalla la técnica de integración.

WAJDI LASSOUED: "LLEVO CINCO MESES EN LA CALLE"

Almas errantes como el tunecino Wajdi Lassoued, que esta noche ha dormido en la entrada de la Casa de Cultura de Okendo. El joven, de 25 años, muestra un documento rojo que acredita que en octubre fue aceptada su solicitud de asilo. Ha sido reconocida por tanto su necesidad de protección internacional, pero a pesar de ello sigue viviendo a la intemperie.

También saca su pasaporte. "Llevo cinco meses en la calle", lamenta el magrebí, que adopta una actitud propia de quien no tiene nada que esconder, trasparente como el agua cristalina. Tanto, que hay que insistirle en que no es necesario que siga mostrando más documentos. "Una vez reconocida su condición, Wajdi debería estar atendido en un recurso, pero la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) está que no da abasto", señala Saad Malec, el responsable de Jatorkin Al-Nahda, la asociación que les brinda acogida.

Es la hora de comer y los jóvenes han comenzado a llegar. Son transeúntes de entre 20 y 40 años, la mayor parte de ellos rondando los 30, seducidos por el aroma del café de Outmane.

Mientras el marroquí trocea barras de pan, por la puerta se asoma una cara conocida. Se trata de Nabil, uno de los primeros en llegar, el mismo chico con el que este periódico conversó hace unas semanas durante una noche cerrada en la que dormía sobre un cartón.

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"Me desalojaron de aquel lugar y esta noche he dormido en La Concha". Nabil sigue acudiendo a clases de castellano. Le cuesta expresarse y se maneja mucho mejor con el árabe. Outmane, siempre solícito, lee de inmediato la situación. Deja a un lado la bandeja de plástico en la que colocaba unos yogures y se convierte en intérprete.

El frío y los desvelos de Nabil

Nabil cuenta que se pasa casi todo el día solo. "Esta noche no he podido dormir hasta las cinco de la madrugada debido al frío". Dice que le gusta ver películas frente a alguna de las pantallas de los ordenadores de Tabakalera. Y que desearía trabajar de peluquero, "y que habla con sus padres una vez por semana". Outmane añade que los padres de Nabil, Fatima y Enjid, "nunca le piden nada, aunque lo necesiten".

- "Pregúntale si le gustaría hacer uso de algún recurso de acogida".

El joven mete sus manos en los bolsillos de su abrigo amarillo. "Dice que claro que se quedaría, pero solo se puede tres días", traduce el marroquí, que poco después se marcha a recibir a otros chicos. El perfil de Nabil es tan solo uno de los muchos que llegan a este centro.

EXPLOTACIÓN EN LOS INVERNADEROS DE MURCIA

Entre los jóvenes que llegan a Gipuzkoa hay migrantes cansados de vivir en chabolas y de ser explotados en invernaderos de Murcia. "Vienen aquí, al norte, demandando una formación para insertarse laboralmente", cuenta Saad Malec, educador social e integrante de Jatorkin Al-Nahda, la asociación que gestiona el recurso de Aiete.

Esta entidad, con sede en Tolosa y Donostia, trabaja por la integración del inmigrante magrebí, colectivo al que la sociedad vasca atribuye la menor simpatía y los mayores prejuicios, según todos los estudios de percepción.

A diferencia de Latinoamérica y la Unión Europea, los colectivos del Magreb son los más lejanos cultural y socialmente. Es preciso tender puentes. "Les cuesta integrarse. Estamos trabajando con una generación a la que durante muchos años se les ha inculcado unos valores, una educación y una formación religiosa muy cerrada", explica Malec.

El educador entiende que la situación de estos chicos interpela también a la sociedad de acogida, "en la que el auge de la extrema derecha busca culpables entre los inmigrantes". El integrante de Jatorkin Al-Nahda le mira a Nabil. "¿Qué culpa tiene él, por ejemplo, de que Osakidetza no tenga los recursos suficientes para responder a esta pandemia? Hay mucha gente que carga contra ellos de manera injusta", gesticula.

En alguna ocasión se ha presentado la Ertzaintza en la villa tras recibir la llamada de algún vecino. "Llevamos un año con este programa y nunca ha habido un solo problema. Un día les dije que a ver si no tenían otra cosa que hacer", dice Malec, un tanto molesto. El edificio comparte espacio con una guardería, y en alguna ocasión la llegada de magrebíes ha despertado recelos.

LA RUTA DE TURQUÍA Y LAS PALIZAS EN SERBIA Y CROACIA

Entre los jóvenes que acuden a lo alto de la ciudad hay quienes han seguido la ruta de Turquía, tomando el avión en Marruecos para tratar de cruzar la frontera por Grecia. Algunos han tardado meses. Otros años. "Muchos se quejan de que en Serbia y Croacia les quitan los móviles y les pegan". Y de este modo va quedando por el camino esa documentación que necesitan mostrar ahora para recibir la dosis de la vacuna, y con ella el pasaporte digital con el que ducharse.

Nabil responde a otro perfil. Entró por la playa rocosa de la Ciudad Autónoma de Ceuta, a donde llegaron miles de menores marroquíes a nado durante los días 17 y 18 de mayo. Junto a él hay otros compatriotas de la ruta canaria, y también quienes se han topado en su travesía hacia el norte con el muro policial infranqueable de la muga con Francia. "Algunos tenían claro que querían quedarse aquí. Otros no, pero a todas estas personas hay que darles respuesta. Necesitan apoyo con las clases de castellano, orientación laboral, cursos y formación", reclama Malec, que también pide "ropa y móviles usados" para darles una segunda vida. "Si alguien está interesado en ayudar, se puede pasar por la villa".

Jamal es uno de los primeros en acabar de comer. "Llevo un mes aquí y me faltan dos para poder empadronarme", dice este joven de 24 años, procedente de Alicante, que también ha dormido en el voladizo de La Concha en una gélida madrugada. En apenas unos minutos ha llegado una treintena de magrebíes, que se sientan a la mesa con cara de frío. Dicen que es habitual que sus pocas pertenencias, como algo de ropa y mantas, acaben en la basura tras el enésimo desalojo, como el que se produjo el miércoles en Mundaiz.

Tres argelinos toman café después de comer junto a la verja de entrada. Aguardan a que se despeje la sala para comenzar las clases de castellano.

Al plantearles cuál es su porvenir, miran al cielo sin encontrar la respuesta. "Lo tienen muy complicado", indica Malec, que ve necesario abrir un comedor social. "Sería bueno que lo llevaran ellos mismos para que asuman responsabilidades".