VENCER o morir. Ése fue el lema que presidió el Mundial de Italia 1934 y que pendió sobre las cabezas de los jugadores italianos desde el mismo momento en que Benito Mussolini se hizo con la organización del torneo. Il Duce, en la sombra y desde el primer plano, manejó este Mundial a su antojo, sin que las potencias europeas movieran un dedo, y el desenlace de esa vergüenza histórica no podía ser otro: ganó Italia para mayor gloria del fascismo.
Los 45.000 espectadores que asistieron a la final de Roma eran funcionarios del Partido Nacional Fascista que se ocuparon de jalear constantemente a su líder antes que animar a unos futbolistas que estaban jugando, literalmente, a vida o muerte.
Mussolini sabía el enorme efecto de propaganda que podía suponer para su régimen el triunfo en el Mundial, pese a que no era especialmente aficionado al fútbol, quería demostrar lo que era "el ideal fascista del deporte" y movió todos sus hilos diplomáticos para recibir la sede. Italia, extrañamente, tuvo que pasar por las eliminatorias, pero estaba todo bien atado. De hecho, los transalpinos se saltaron la norma al presentar para el Mundial cinco jugadores nacionalizados que no cumplían con el requisito de haber pasado tres años desde su participación con otra selección.
"Italia debe ganar este Mundial. Es una orden", fue la petición de Il Duce al presidente de la Federación Italiana. No podía ser de otra manera en un campeonato que iban a cubrir 227 periodistas de 29 países y que fue retransmitido íntegramente por radio. Todo fue encaminado hacia el triunfo italiano con ningún disimulo. El campeón Uruguay renunció al Mundial para contestar al boicot que sufrió en 1930.
"No iremos en rechazo al régimen fascista italiano y a la utilización política que se hará del evento", justificaron los dirigentes charrúas. Egipto fue el primer país africano en participar en un Mundial y cayó a la primera. Como Argentina, Brasil y Estados Unidos, las únicas selecciones llegadas del otro lado del Atlántico, presentaron plantillas muy limitadas, la cita de 1934 quedó en manos de los europeos, que coparon las ocho primeras plazas.
Trampas y artimañas El Mundial se celebró por eliminatorias y en cuartos de final se tenían que enfrentar Italia y la temida España de Zamora, Quincoces, Iraragorri, Gorostiza, Lángara, etc., un conjunto brillante, que había eliminado en cuartos de final a Brasil, pero que fue víctima de este estado de sitio. Se enfrentaba en cuartos de final a los anfitriones, que convirtieron el partido en una batalla campal en la que los italianos utilizaron todas las artimañas a su alcance ante la vista gorda del árbitro.
El partido acabó empatado y el gol de Italia, obra de Ferrari, fue logrado mientras agarraban las manos de Ricardo Zamora, quien acabó con dos costillas fracturadas y no pudo jugar el choque de desempate del día siguiente que España tuvo que afrontar sin siete titulares por diversas lesiones.
Giuseppe Meazza logró el gol de la clasificación de Italia de forma ilegal ya que Nogués, el portero reserva, fue cargado de forma antirreglamentaria y, además, fueron anulados dos tantos válidos de Regueiro y Quincoces.
Italia se metió en semifinales donde la esperaba Austria, conocido entonces como el Wunderteam, o equipo maravilla, liderado por Mathias Sindelar, considerado uno de los mejores jugadores europeos. Ganó la azzurra, con un gol en posible fuera de juego, y llegó a la final ante Checoslovaquia, que había derrotado a Alemania con el buen hacer de su portero Planicka, El León de Praga, y de su delantero Nejedly, máximo goleador del torneo. "Buena suerte para mañana, muchachos. Ganen, si no...", arengó la víspera Il Duce a sus jugadores mientras cerraba la frase acompañándola del gesto de recorrer el cuello con los dedos de lado a lado.
El partido llegó igualado al descanso y Mussolini hizo llegar un mensaje al técnico Vittorio Pozzo: "Señor, usted es el único responsable del éxito, pero que Dios le ayude si llega a fracasar". Los checos se adelantaron en el minuto 71 y los 20 minutos siguientes iban a ser una lucha por la supervivencia. El nacionalizado Orsi mandó la final a la prórroga donde Schiavio logró el gol del triunfo que exaltó la patria italiana y el sentimiento fascista y, posiblemente, salvó la vida a más de un jugador, como reconocieron más adelante algunos de los jugadores checoslovacos. Benito Mussolini premió a su equipo con la orden de Comendadores del Mérito Deportivo y 20.000 liras a cada uno de los jugadores que habían defendido el honor de toda una nación y su propia vida.
Jules Rimet dio por bueno todo aquello, aunque los verdaderos protagonistas sintieron algo muy cercano a la vergüenza. De regreso a sus países de origen, la mayoría de los árbitros fueron sancionados por sus Federaciones respectivas, tal había sido su comprensible -dadas las circunstancias- grado de parcialidad hacia un equipo, hacia un régimen, hacia una persona, en definitiva, que utilizó el deporte como arma de manipulación y control.
Benito Mussolini dictó el guión del Mundial de 1934 y el fútbol, marcado por camisas negras, saludos fascistas y amenazas, no puede sentirse orgulloso.