En la crucial partida del 23-J, solo la sombra de la sorpresa augura alguna emoción. Pareciera que la campaña arranca sentenciada. Así lo creen a pies juntillas toda una catarata de encuestadores, periodistas, votantes del PP y Vox, el Ibex 35 al completo y una caterva de estómagos impacientes por lo suyo con el cambio de ciclo. Solo les plantan cara sin arrugarse el inefable Tezanos y, especialmente, el gallardo Sánchez. La lucha se antoja totalmente desigual, en perjuicio de una izquierda demasiado encogida y que fía toda su suerte al encantamiento televisivo del candidato socialista, a los resbalones de Feijóo y al miedo cerval a cuatro años de insoportable influencia ultraderechista desde un nuevo poder.

Quienes temen por su suerte electoral vociferan que todavía hay partido. Algo así como una obligada inyección para que la tropa no pierda definitivamente la moral. La conjura para plantar cara a la marea azul del nuevo mapa político. El justo resquicio para poner en valor la capacidad de gestión ante los efectos devastadores de crisis sobrevenidas, la conquista de una evidente recuperación económica, la certera aplicación de unas medidas sociales paliativas de calado, una incuestionable proyección internacional y, sobre todo, el lógico pavor ante un previsible retroceso de derechos esenciales.

La sorpresa, entiéndase cualquier desenlace que no devuelva en agosto al PP a La Moncloa, desbordaría las consultas de los psicólogos más preciados. Causaría estragos de incalculables proporciones en la derecha española durante varios años y también en cuantos desde influyentes despachos, centros de poder y lobis se afanan sin disimulo alguno y desde hace tiempo en la caída del sanchismo, que no del PSOE. ¿Pueden equivocarse los pronósticos? Nada hay escrito, pero se antoja muy complicado. El aviso de las recientes elecciones de mayo no es baladí. Además, para desolación de sus rivales, el súbito entendimiento con Vox, las banderas arriadas de la igualdad sexual o la negación del cambio climático tampoco han volteado los sondeos, que siguen mayoritariamente favorables a los populares.

Era Aitor Esteban, este jueves en Madrid, quien dejaba abierta la puerta a la posible aparición de un temible cisne negro capaz de dinamitar las esperanzas del PP, incluso advertía de la resta de una noche aciaga de Feijóo en un debate. Quizá, ni por esas. Basta una mirada desapasionada a la simplona asunción del blanqueamiento de la xenofobia o de la liturgia fascista para apagar cualquier esperanza de un súbito cambio radical del voto, ahora mismo identificado ardorosamente con sacar cuanto antes a Sánchez del Gobierno.

Demasiada carga para Sánchez, demasiado solo en tan hercúleo intento. Le avalan sus gestas ante lo imposible, es cierto, pero los escenarios también son diametralmente distintos, imposibles de comparar. Ahora, ante el gran público le preceden sus antecedentes. Y para una mayoría unionista que sigue creyendo la existencia de ETA y la revolución bolchevique, son maniobras arteras, sin perdón posible y por eso claman venganza. Son esos millones de votos que asumen sin cargo de conciencia democrática alguna la rémora de Vox. El fin justifica los medios, vienen a decir sin recato alguno. Ahí radica la suficiencia del PP y sus terminales para acariciar la victoria, mucho más amplia y cimentada que las hilarantes previsiones del CIS. Produce sonrojo leer que acreditados sociólogos son capaces de reducir a un solitario diputado la diferencia que se producirá dentro de quince días en Madrid entre la izquierda y la derecha después de asistir el 28-M a la mayoría absoluta de Díaz Ayuso y Almeida.

Con el viento en contra, Sánchez seguirá de plató en plató paseando su victimismo tan rentable y al que, además, favorece la inconsistencia de algunas preguntas más propias de las vísceras que de la razón. Toda una cruzada mientras en su partido empieza a librarse la enésima batalla interna, con más tintes egoístas que ideológicos, ante el riesgo de verse abocados a otra travesía del desierto que solo podría salvar la desbordante emoción de una sorpresa descomunal.