El juicio que se celebra desde ayer en París contra Béatrice Molle-Haran y Txetx Etcheverry por presunta colaboración con la organización terrorista ETA falla en su base argumental por carecer de lógica la acusación. Nadie duda, porque no hay pruebas que lo desmientan, de que la intención de los autodenominados artesanos de la paz cuando ejercieron de supuestos mediadores del desarme de ETA no era la de delinquir. En ese sentido, el vacío de procedimiento para la eliminación del riesgo objetivo que constituyeron los arsenales de la banda puede hacer entender que, en un ejercicio de voluntad, personas particulares asumieran la función de ejercer de intermediarios ante las autoridades francesas para poner en sus manos el material militar aún en poder de ETA cinco años después de anunciar su abandono del terrorismo en 2011. En este sentido, la inacción de los gobiernos español y francés a la hora de poner mecanismos que garantizaran la retirada controlada de ese armamento tuvo mucho de cálculo político, tratando de no ceder a la pretensión de la banda de escenificar una interlocución directa. Pero también de irresponsabilidad, en tanto se trataba de una cantidad nada desdeñable de armamento sin control en una Europa en la que la violencia terrorista y la delincuencia organizada se nutre de esos recursos. No sería comprensible, en consecuencia, que la mera función de recogida de material para su inmediata entrega a disposición de las autoridades, conlleve una pena por terrorismo. En la otra cara de la moneda, es también preciso incidir en la voluntad de ETA de convertir su liquidación en un acto político, que pretendió disfrazar con retórica casi altruista –lo cual ya es un sarcasmo inadmisible tras protagonizar una violencia que solo merece reprobación– y utilizó a quienes decidieron actuar como facilitadores. La de los artesanos de la paz no era una vía imprescindible. Nunca le faltaron a ETA mecanismos para haber comunicado a las autoridades galas la localización de sus arsenales pero primó la pretensión de darle una simbología que no mereció capitalizar entonces la banda ni quienes aún hoy se arrogan la salvaguarda de su memoria, como si fuera un valor a preservar. ETA no debió ser y, siendo, no debió pretender en su final la trascendencia que negó a sus víctimas.