Una tregua como la pactada entre Hamás y el Gobierno de Israel, que parecía impensable hasta hace unas horas, no debería dejarse reducida a un mero paréntesis de la matanza en Gaza sino como el hilo del que tirar para cambiar el paradigma del conflicto. No es tarea fácil la mediación entre dos partes que se niegan mutuamente el derecho a existir. En esta ocasión, la identificación de intereses realizables por parte de cada uno de ellos ha sustentado el acuerdo. El primer ministro Benjamín Netanyahu sufre el flanco político interno por su mala gestión de la seguridad que desembocó en el ataque que costó la vida a 1.500 civiles en su país y por el desgaste derivado de su ofensiva sin atender a los rehenes israelíes en manos de Hamás; la organización terrorista atisba, por su parte, una pérdida objetiva de su poder tanto por el castigo militar a su estructura como por el maltrato dado a sus propios conciudadanos palestinos y el hecho de haberlos abandonado a su suerte de facto ante la superioridad militar israelí. Este estado de cosas ha sido fundamental para el acuerdo porque ambas partes lo han percibido como una forma de recomponer su propia posición. Sin embargo, no es suficiente. Hamás necesita un cambio de paradigma real porque se enfrenta a su extinción. Si acaba siendo definitivamente aplastada por la ofensiva, dejará de ser un actor de la causa palestina. Esto no conviene tampoco a sus principales valedores en Teherán. Netanyahu, por su parte, se debate entre la rendición de cuentas que con toda probabilidad pondrá fin a su carrera política y la obsesión por acabar con toda posibilidad de estabilizar un Estado palestino. El futuro de la región sería mucho más esperanzador sin ambos y la acción internacional debería orientarse a lograrlo. Por una parte reconstruyendo una autoridad palestina reforzada y apoyada por un proceso de negociación hacia su constitución como estado viable, que merme el calado del discurso mesiánico del extremismo religioso. Por otra, consolidando en la opinión pública israelí la convicción de que la defensa armada no es un escenario de seguridad estable, como acredita la traumática experiencia de hace mes y medio. El primer reto es que no se reactive la violencia. El principal que, se consiga este o no, la estabilidad de la región se asiente mediante un nuevo diálogo de paz.