La denuncia de las familias de varias menores víctimas de la manipulación de su imagen mediante inteligencia artificial (IA) reclama atender a diferentes aspectos para una respuesta eficaz. Es evidente que el desarrollo tecnológico en materia de comunicación y tratamiento de imagen e información ha dado ya un salto exponencial de la mano de la IA y su aplicación a herramientas muy fácilmente popularizables y accesibles. La construcción de imágenes falsas alcanza un grado de calidad que dejan la propia realidad en manos de la deontología profesional, en términos de veracidad informativa, y del asentamiento de valores que están claramente en riesgo, en el caso de su uso lúdico. La tecnología no es en sí misma enemiga de los valores de la convivencia; la laxitud en los mismos, la falta de educación en empatía, la frivolización de una cultura del abuso o la profusión de modelos invasivos de la privacidad ajena e irrespetuosos con sus derechos, sí lo son. La sensación de que las víctimas de prácticas como la aludida –la manipulación de su imagen y su difusión con intención vejatoria y chantajista– están indefensas se acrecienta en el caso de menores de edad. Es evidente que la velocidad del avance tecnológico y su popularización es superior a la capacidad de las sociedades de controlar su implantación mediante un desarrollo legislativo que regule el acceso y la finalidad de su uso. Se impone la necesidad de acompasar la implantación de ese desarrollo tecnológico al ritmo que la sociedad es capaz de absorber con garantías más que a la capacidad de comercializarlo. Estamos acometiendo el universo de posibilidades tecnológicas sin una formación intelectual, emocional y cívica que impida los excesos. El acoso entre menores, la infantilización del abuso como parte del juego de relaciones, no nacen de las herramientas sino del fracaso en la transmisión y asentamiento de principios de respeto, igualdad y libertad. El tejido social, tanto más poroso cuanto más joven, recibe demasiados estímulos sin control de calidad ética. Con una difusa línea entre la moda de la transgresión y la práctica de la agresión. El riesgo es forzar los límites de la libertad propia antes de tomar conciencia de la ajena, sin asegurar la cadena de transmisión de valores democráticos, de convivencia. La tecnología sólo magnifica los síntomas de esa carencia.