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uizás no se haya dado cuenta pero, por si acaso, se lo confirmo: ya estamos oficialmente inmersos en la nueva normalidad. Digo oficialmente, porque lo que es en la realidad, creo no equivocarme si afirmo que nos encontramos, nuevamente, inmersos en la vieja normalidad.

Esa vieja normalidad que vuelve con toda su fuerza se traduce en la recuperación de esas viejas costumbres que, mientras duró el confinamiento y el año y medio largo que nos han tenido semi-encerrados, denostábamos y rechazábamos como costumbres de una era que no volvería o como hábitos de los que renegábamos por considerarlos como claros exponentes de los viejos tiempos que creíamos superados.

En ese largo periodo protagonizado por el virus pusimos en valor el territorio más cercano, nuestros pueblos y el turismo local. Ahora, con la nueva libertad, nos echamos en plancha a las plataformas digitales a coger vuelos al extranjero (sin contaminar, por supuesto), no vaya a ser que uno sea el único que no va a ir a las islas en el puente de la pilarica.

Pusimos en valor, incluso llegando a la saturación, el valor sanador de las montañas de nuestro entorno y compramos equipación montañera como si fuésemos al Himalaya. Ahora, no obstante, las furgonetas y autocaravanas, carísimas pero superguays para la progresía revolucionaria que vive a ritmo burgués, surcan (sin contaminar, por supuesto) las carreteras hasta los ansiados Pirineos o Picos.

Pusimos en valor, obligados por el confinamiento y cierres perimetrales, el comercio local, de barrio y de proximidad, criticando sobremanera los centros comerciales de las periferias pero, una vez abiertas las calles a la nueva libertad, nos ha faltado un segundo para abarrotar los centros comerciales, bloquear las redes comprando compulsivamente online (furgoneta a diestro y siniestro, sin contaminar, por supuesto) y/o lo que es peor, ya estamos reservando vuelo para hacer las compras de navidades en Londres.

Pusimos en valor a la familia y a las personas mayores, criticamos la falta de servicios y de cuidados para todos ellos sin caer en la cuenta de lo que hacíamos hasta entonces. Pero, en la nueva realidad, volvemos a las andadas y fijamos nuestra atención, única y exclusivamente, en nuestro ombligo, mientras los hasta ahora vitales familiares y personas mayores pasan a un segundo plano.

Algo parecido ocurre con aquellos que durante la pandemia consideramos como esenciales, entre otros, los baserritarras, agricultores y ganaderos. Los profesionales del campo, los productores, junto con los otros eslabones de la cadena alimentaria, fueron calificados, oficialmente vía el todopoderoso BOE, como esenciales para la sociedad puesto que, ante el temor de un desabastecimiento de las tiendas, todos caímos en la cuenta de la importancia que tiene la alimentación en nuestras vidas.

Se generó un sentimiento de afinidad hacia esos baserritarras, hasta entonces ignorados, que ofertaban sus productos en los mercados que se cerraron por cuestiones pandémicas y que proveían las tiendas de cercanía. Pues bien, lanzado el chupinazo de la nueva libertad, aun siendo conscientes de que algo han calado los mensajes en favor de la producción y del productor local, no es menos cierto que, en grandes líneas, hemos vuelto a las andadas.

Durante la pre, la plena pandemia y su post, encerrados en casa o en su proximidad, hemos reducido drásticamente muchos capítulos de gasto (viajes, ocio, ropa...) y nos hemos concentrado, voluntaria y/o obligatoriamente, en unos pocos capítulos y de ahí se entiende la importancia adquirida por la alimentación en nuestras vidas, al menos, en ese periodo.

Consecuentemente, la alimentación ha protagonizado nuestras vidas, nuestras preocupaciones y nuestro quehacer cotidiano y por ello hemos concentrado nuestra atención en ello y puesto en valor factores como la calidad, la cercanía, su salubridad, etc.

Hablando en términos ayusianos, la libertad ha hecho que retomemos los vuelos al extranjero, las compras compulsivas online, los findes en furgo al pie de la montaña, el estreno de ropa, el poteo, etc. y por lo tanto, el capítulo de gasto en alimentación ha vuelto, o volverá rápidamente, a su sitio y el porcentaje de gasto, inversión diría yo, en alimentación dentro de la cesta familiar vuelve al mísero, paupérrimo e inquietante 17%.

Llegados a este punto, convendrá conmigo que con ese exiguo presupuesto en alimentación, lo que triunfa es la alimentación low cost y así se entiende que la base de la cadena alimentaria, los productores, se encuentren asfixiados por falta de oxígeno, rentabilidad. Ahora bien, si todos y cada uno de nosotros fuésemos un poquito más coherentes con lo que predicamos, nos rascaríamos un poco más el bolsillo en el momento de la compra de alimentos, recuerde que era lo esencial, aunque por ello, tengamos que renunciar a algunas cosas no tan esenciales, al menos en teoría.