Es normalmente el Eibar un equipo de todo o nada. Plantea un fútbol abierto y de ritmo alto con el que depara panoramas extremos. Casi siempre impone su idea. Y a partir de ahí vienen los resultados. Suelen llegar los problemas, mientras, cuando el rival de turno consigue desactivar el plan de Mendilibar. Los armeros, sin poder ser ellos, son poca cosa. De ahí el inconmensurable valor del punto conquistado ayer en Balaídos. Normalmente, cuando el cuadro azulgrana debe afrontar panoramas como el propiciado esta vez por el Celta, cae con todas las de la ley. De tierras gallegas regresa, sin embargo, con un empate que quizás no mereciera, pero que sumó a partir del trabajo. Luego a los locales no les entraron aquellas que a los necesitados nunca les significan un gol, cierto. Pero tampoco es que los de Óscar García aplastaran al Eibar. Simplemente superaron a un rival que se mantuvo en pie. No es poca cosa esto último. Significa puntos al final de una temporada. Y no deja de suponer también algo novedoso para un equipo adicto a su identidad.

Los dos últimos precedentes hablaban por sí solos. Por un lado, la victoria liguera en la jornada anterior, frente al Atlético de Madrid. Por otra parte, el tropiezo de Badajoz en la Copa del Rey. Se entendía lógico que Mendilibar repitiera la alineación con la que se venció a los colchoneros en Ipurua. Y así lo hizo el técnico en Balaídos, a cuyo césped saltó el cuadro azulgrana con idénticos protagonistas iniciales. Desgraciadamente, ahí terminó cualquier parecido con el partido de hace nueve días, porque el balón echó a rodar y las cosas se dieron de forma muy distinta. Mérito del Celta, que con su propuesta no desbordó al Eibar. No le dio ningún baño. Pero sí consiguió al menos alejar el encuentro de ese contexto pretendido por los guipuzcoanos y que estos casi siempre logran provocar.

otra versión En Vigo no hubo centros al área. No hubo segundas jugadas ganadas por los pivotes. No hubo cambios de orientación. No vimos a laterales doblando a sus extremos. Todo se redujo, merced al buen hacer del rival, a balones frontales con los que Sergi Enrich, acompañado en la vanguardia del ataque por el menudo Orellana, poca cosa pudo hacer. El Celta, mientras, estuvo mucho más cerca de poder ejecutar todo su plan. Dispuso del balón. Lo jugó desde atrás. Y, aunque no logró filtrar pases interiores, al quedar esa zona muy bien defendida por el Eibar, sí generó peligro avanzando desde los costados, donde Pione Sisto y Santi Mina buscaron constantemente las cosquillas a Cote y a Tejero. Por ahí apareció también, de vez en cuando, un escorado Iago Aspas para complicar aún más la ecuación. Sin verse avasallados los armeros. Sin enamorar el Celta con su fútbol. Sin ofrecer el partido nada flagrante, mereció el cuadro gallego marcharse con ventaja al descanso.

Enrich, Orellana, Expósito y Sergio Álvarez crearon en la medular una caja impenetrable en cuyo interior no podían recibir ni Fran Beltrán ni Rafinha, teóricos nexos locales entre ataque y defensa. Pero desde un principio se vio cómo el Celta, volcando gran parte del juego en su sector zurdo, buscaba a Pione Sisto para que este, a su vez, lanzara envíos a las diagonales fuera-dentro de Santi Mina. Consiguieron así los celestes generar algo de olor a peligro. Una circunstancia que se mantuvo cuando, enseguida, Óscar ordenó desde el banquillo el cambio de perfil de ambos atacantes. Las recepciones de espaldas del propio Mina, con Tejero pegado a su chepa, se convirtieron en el punto de nacimiento de las ofensivas locales, también inspiradas en las cabalgadas de Aspas hacia la línea de cal. Dos acciones generadas por este en posición lateral, una en cada banda, propiciaron las ocasiones más claras de la primera mitad. El centro atrás del delantero no encontró rematador en la primera de ellas. En la segunda, Mina halló a Beltrán en profundidad tras caída al costado del 10 celeste. Salvó Dmitrovic el mano a mano. Y salvó Bigas bajo palos el intento del mismo Mina tras el rechace del serbio. Un tímido cabezazo de Fabián Orellana en una falta lateral botada por Pedro León supuso el pobre bagaje armero antes del intermedio.

tras el descanso La segunda parte terminaría una hora más tarde con esa misma sensación: el Celta había merecido más. Y, sin embargo, el desarrollo de la contienda tras el descanso resultó diferente. En primera instancia, el Eibar elevó un par de grados la intensidad de su presión, aparentando mejoría. Respondió el Celta rindiéndose a la evidencia y escorando a Rafinha para que el brasileño, estéril por el centro, entrara más en juego. Supuso este movimiento la gota de aceite que engrasa un motor. Y el Celta aceleró a partir de las intervenciones de su mediapunta, percutiendo siempre desde los costados. Devuelto así el partido a un contexto muy similar al inicial, Óscar García quiso añadir gol a la receta. No pareció ayudar a los suyos.

Sentó a Pione. Escoró a Aspas. E introdujo al Toro Fernández en punta, toda una tentación para pecar con un fútbol más directo. Cayó el Celta en esa trampa involuntaria de su entrenador. Los nervios comenzaron a aflorar en los futbolistas locales. Y el Eibar, que terminó dispuesto en un claro 4-2-3-1 a raíz del ingreso de Diop, estuvo cerca de aprovecharlo en una transición liderada por Cote. El centro del asturiano fue cortado a bocajarro por un zaguero, manteniéndose vigentes las esperanzas locales de triunfo. Estas estuvieron cerca de verse satisfechas durante los minutos finales, ya muy abiertos como consecuencia de la fatiga y de la necesidad viguesa. A Rafinha se le escaparon un par de remates. Y un rebote en Esteban Burgos casi provoca el gol tonto de la jornada, ya sobre la bocina. Sin embargo, terminó la cosa en empate a cero, un resultado extraño si anda este Eibar de por medio. Refleja el marcador qué versión azulgrana se vio en Balaídos, alejada de la auténtica. Quizás no traduzca, por el contrario, los merecimientos de unos y otros. Aunque puntuar exige unos mínimos con los que los de José Luis Mendilibar sí cumplieron, para sumar un valioso empate.

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