a etapa del Tour, con el objetivo puesto en los Pirineos, arrancó ayer desde el pueblo de Céret. Quizá la organización de la carrera tuvo el acierto de proponer esa visita a la cultura artística del siglo XX, antes de enfrentar las montañas, donde todo se vuelve energía, vatios, sudor, sufrimiento, entrega para doblegar la fuerza de la gravedad. Siempre he dicho que el ciclismo permite, a través de los recorridos de las carreras, de las etapas, visitar el paisaje, y también la historia, la cultura. Y eso lo sabe la prueba francesa que nos ofrece pasos por lugares de tanto interés histórico, como Céret. Este pueblo puede considerarse cuna del cubismo. En julio de 1911, Picasso, siguiendo a unos amigos, se instaló en Céret. Allí hacía una vida sencilla, pintaba todo el día, y cocinaba ajoblanco, que le recordaba a su tierra. Además, se sentía próximo a su familia, que seguía en Barcelona. A veces se acercaba a Colliure, donde moriría Machado y donde veraneaba su amigo Matisse. Atraído por Picasso, llegó a Céret otro genio, Georges Braque. Tomaban todo lo que veían, los tejados, las casas, los objetos cotidianos, las personas, la montaña del Canigó, lo descuartizaban, lo fragmentaban, para mostrar el proceso de apropiación de la realidad por la subjetividad. Picasso regresó a Céret en 1912, en 1913, y en 1954, esta vez más triste -como él confesó-, porque observaba la sierra del Canigó, montaña mítica para los catalanes, que inmortalizara el poeta Jacint Verdaguer, y le recordaba al país bajo la dictadura al que no podía volver. Tras los pasos de Picasso vivieron y pintaron en Céret, Juan Gris, Max Jacob o Chagall, entre otros, haciendo de este pueblo y paisaje su inspiración artística.

El primer corredor en llegar a la meta de Andorra fue el norteamericano Seep Kuus. Los rivales de Pogacar, Carapaz y Vingegaard, le atacaron en el último puerto, pero sin demasiada convicción. Le probaron, pero al ver que el esloveno no cedía, levantaron el pie. Kuus, un gran escalador, sacó en el col de Beixalis una veintena de segundos a Valverde, que a sus 41 años fue el último del grupo de escapados que le aguantó, y los mantuvo en el descenso hasta Andorra. De Kuus tengo una anécdota que explica lo diferentes que son los ases del ciclismo respecto a otros deportes que endiosan a sus figuras. Kuus ganó la etapa en el puerto asturiano de El Acebo en la Vuelta de 2019. Ya era un gran corredor, con un buen palmarés. Al día siguiente del final de la Vuelta, yo paseaba por el llamado Madrid de las Letras, y me topé con él de frente. Kuus andaba solo, con una maleta de ruedas, vestía unas bermudas vaqueras, y se detenía a observar los edificios, con la curiosidad de un turista. Le seguí un poco, hasta que paró un taxi. Me imaginé una historia. Había terminado la Vuelta, y Kuus había querido quedarse una noche en la ciudad para conocerla. El taxi le llevaría al aeropuerto rumbo a su país.

Si hablamos del comienzo de la etapa en Céret, el final en Andorra invita a recordar el Tour de 1964. El último de los cinco que ganó Jacques Anquetil, y en el que más cerca estuvo de derrotarle Raymond Poulidor. Ese Tour también tuvo un día de reposo en Andorra y la etapa siguiente arrancó subiendo el puerto de Envalira, a diferencia de éste año, que lo harán desde arriba. Dicen que en aquel Tour Anquetil andaba muy asustado por la predicción que había hecho en France-Soir el mago Bellini, diciendo que tendría una accidente mortal en la etapa posterior al descanso, entre Andorra y Toulouse. Sin ser supersticioso, en la fragilidad que se está en el esfuerzo extremo, eso le estaba afectando. El día de descanso no quería salir del hotel, incluso sugirió a su director Geminiani, el abandono. Éste, que sabía cómo motivar a su corredor, con la complicidad de su mujer Janine, le hizo asistir a una barbacoa que la prensa celebraba cerca del hotel. A regañadientes, Anquetil asistió y se relajó, tanto que se comió una pierna de cordero, regada con sangría y champagne. Al día siguiente, con las piernas hinchadas, asfixiado, subiendo Envalira, no podía seguir el ritmo de Bahamontes, Julio Jiménez y Poulidor. En la cima perdía cuatro minutos. Le pesaba la fiesta, y también la predicción del mago. Pero Geminiani consiguió motivarle de nuevo: ”Si tienes que morir hoy, al menos que sea como un héroe” -le gritó desde el coche-. Anquetil se lanzó y engulló en el largo descenso la diferencia. “Solo toqué una vez el freno” -dijo después-. Anquetil ganó su quinto Tour, pero el corazón del pueblo lo había ganado Poulidor. Como pasó en la Italia de la posguerra, Francia se dividió en dos en los años sesenta, Anquetil tenía un estilo exquisito sobre la bici, elegante, fácil, era ambicioso, transmitía un aire altivo; Poulidor era gentil y le perseguía la fatalidad. Las élites, las clases acomodadas, se identificaron con Anquetil, la gente sencilla amaba a Poupou, así se simbolizaba en el ciclismo la lucha de clases que vivía Francia. Y no era raro ver a Poupou dejarse fotografiar leyendo L’Humanité, asistiendo a su fiesta anual, o con una bandera roja de la CGT entre sus paisanos del Haute-Vienne.

A rueda

El final en Andorra invita a recordar el Tour de 1964. El último de los cinco que ganó Anquetil, y en el que más cerca estuvo de derrotarle Poulidor