l Giro ha quedado sentenciado por la superioridad de Egan Bernal. Ha vuelto el gran Bernal, el que venciera en el Tour de Francia de 2019, ese escalador con el estilo de los primeros escarabajos (así se les llamaba) que desembarcaron en el viejo continente, aquellos pioneros colombianos, Lucho Herrera, Fabio Parra, etc. El mismo estilo de pedalada potente, pausada, con gran desarrollo, pero perfeccionado con un poco más de ritmo, y que trepa por las montañas con mucha eficacia. Es un estilo opuesto al que inaugurara Armstrong y que continuara Froome, el del molinillo, el de vencer a la gravedad con elevada cadencia de pedaleo. No veo a nadie que le haga sombra, una vez desvanecido el fenómeno Evenepoel. Jugamos hasta hace poco con las posibilidades del joven belga, pero era demasiado afrontar una carrera tan dura como bautismo de fuego después de diez meses sin competir recuperándose de la fractura de pelvis; a su organismo, aún en formación, se le hizo grande el Giro, sus montañas, las dos semanas de carrera, y el frío.

El frío es una de las circunstancias que se presentan casi siempre en la vuelta italiana, por las fechas en las que se corre, y porque se adentra en montañas de más de 2.000 metros. Ese frío también determina un arquetipo del vencedor, que tiene que ser un hombre que se adapte a esas condiciones. Igual que se dice que para ser un hombre-Tour hay que pasar bien el calor, pues la prueba francesa se celebra en julio, donde la temperatura puede ser sofocante. Con el frío y la nieve es frecuente que ocurra lo que pasó ayer, que una etapa diseñada con muchos puertos tenga que ser cambiada en el último momento por la impasibilidad de franquearlos. Y estos cambios provocan la decepción deportiva, porque uno se ha ilusionado con las batallas que se iban a librar en esas subidas que luego desaparecen. Por suerte se mantuvo el último previsto, el Passo Giau. Los últimos kilómetros de ascensión, entre paredes de más de dos metros de nieve, recordaron aquel Giro de 1988 en el Gavia, con Van der Velde luchando contra un vendaval de copos. Y esa imagen mostraba lo frágil que es diseñar un paso por allí. Con el recorte de la etapa nos perdimos el Passo Fedaia, más conocido como la Marmolada, un puerto espectacular, con una recta de varios kilómetros a más del 10%, que se hace terrible y eterna, pero bellísima escoltada por las agujas dolomíticas. Esas cumbres rocosas, donde ahora se libran batallas ciclistas, al ser frontera entre Italia y Austria, fueron escenarios de la lucha en la Primera Guerra Mundial, y sus cumbres poseen aún un sistema de pasos con escaleras, puentes y cables que se llaman vías ferratas.

La etapa de ayer incluía en su recorrido un homenaje a Ottavio Bottechia, al pasar por su pueblo natal, San Martino-Minelle. Ottavio fue el primer italiano vencedor en el Tour, en 1924, y repitió victoria al año siguiente. Sin embargo, nunca ganó el Giro, siendo el quinto puesto su mejor clasificación. Bottechia era muy popular en los años 30 aquí, quizá porque a sus triunfos en el Tour se añadió una victoria de etapa en 1926 en la Vuelta al País Vasco. Era el octavo hijo de una humilde familia del alto Véneto. Intento imaginar cómo vino al mundo en ese ambiente, y veo la escena inicial de la película Novecento. Ha nacido Alfredo, el hijo del patrón, y a la vez ha nacido el hijo del campesino Dalco, uno más de su prole. Cuando el enviado el patrón corre a dar la buena noticia del nacimiento de Alfredo, el futuro patrón, y se entera de que el campesino también ha tenido un hijo, le pregunta que cómo se llama. Dalco, que no ha pensado ni un segundo en eso, pues en su vida de trabajo duro no caben esas menudencias, mira al horizonte, ve un árbol y decide: Olmo. Pues imagino que cuando nació ese octavo hijo en la prole de los Bottechia, su madre dijo: “Pues Ottavio”.

Ottavio tuvo una muerte enigmática en 1927. Le encontraron muerto al borde de la carretera con un gran golpe en la cabeza, a bastantes metros de su bicicleta. Se dijo que había sido un accidente, pero no cuadraba con la distancia hasta su máquina. Se especuló con que había sido asesinado por los camisas negras fascistas, pues Ottavio se había significado por no ocultar sus ideas izquierdistas y opuestas al régimen, y se había fotografiado en 1924, en Rímini, junto a Amadeo Bordiga, uno de los fundadores del Partido Comunista Italiano, y al ruso Grigori Zinoviev, presidente de la Internacional Comunista, de viaje secreto en Italia. Años después de su fallecimiento, un cura dijo que un campesino le había confesado que él había matado al ciclista, porque le había encontrado robándole uvas. Pero era junio, y en esas fechas no hay uvas. El caso quedó para siempre sin resolver. Lo que sí es cierto es que la policía, fuera o no un asesinato fascista, no puso mucho empeño en averiguarlo y cerró el asunto muy rápido. A veces es difícil encontrar la verdad en la historia, entonces nos queda imaginar lo verosímil, la poesía, que a veces contiene más verdad que la propia historia.