s admirable la entrega de Roglic, su combatividad. Otro corredor, tras perder en la última crono un Tour que parecía ser suyo, se habría venido abajo y andaría aún sin levantar cabeza. Como le pasó a Fignon en 1989. Había perdonado la vida al americano Lemond en las montañas, y perdió el Tour por ocho segundos en la contrarreloj de Versalles. Su entrenador dijo que ya nunca fue el mismo, que ganó carreras, pero ya no tuvo la entereza para disputar y ganar una gran vuelta. Roglic, sin embargo, está en pie, sin mella psicológica, incluso más fuerte. En lugar de recluirse en las reflexiones y los porqués, se presentó en todas las carreras. Hizo un soberbio Mundial, en el que alcanzó la sexta plaza, y se llevó la Lieja-Bastogne-Lieja. Aquí ya lleva tres etapas, recuperando ayer el maillot rojo que había perdido en Formigal por una impericia. Al final del descenso del Cotefablo quiso desprenderse del chubasquero, para afrontar mejor la subida a Formigal. No lo conseguía. Se cuida tanto la aerodinámica de la ropa, se lleva tan pegada al cuerpo para optimizar el corte del viento, que muchos corredores sufren un verdadero martirio para quitarse una chaqueta o un impermeable. Es lo que le pasó a Roglic. Era un un momento en el que los corredores del Ineos Andrey Amador y Carapaz bajaban a un ritmo endiablado, buscando hacer daño por la peligrosidad del piso mojado. Cuando comenzó Formigal, Roglic iba descolgado, y tuvo que hacer un esfuerzo extraordinario para reintegrarse al grupo, mientras que por delante Carapaz abría camino. Un accidente, pero está demostrando en cada subida que es el más fuerte.

El panorama de la costa de Cantabria, mostrado desde el helicóptero de la televisión, con los grandes acantilados, era espectacular, recordaban a los de Dover, en la película Quadrophenia. También una arquitectura pintoresca y de indianos, con los palacios que construían al regresar con dinero de América, y la casa de Comillas, del gran Gaudí. E incluso alguna bella obra moderna como el museo de Renzo Piano, en la bahía de Santander. Quizá porque estábamos en Cantabria, se asomó a Twitter el condenado por dopaje sistemático, el antiguo preparador Manolo Saiz. Criticó por peligrosa la postura sobre la bici de Andrey Amador, apoyado en plan contrarreloj sobre el manillar, cuando comandaba el pelotón en los últimos diez kilómetros. Andrey le contestó de inmediato: "Más peligrosas eran tus andanzas. Deja de cargarte chavales. Estamos en otro ciclismo, por algo no estás aquí". Por fin alguien le planta cara a Saiz, y no escabulle el bulto de ese pasado turbio. Amador, hijo una rusa y un costarricense que fue becado a estudiar Ingeniería en Moscú, seguramente en la universidad Patricio Lumumba, que formaba técnicos para los países en desarrollo, el llamado entonces tercer mundo. Amador, un corredor formado aquí, en aficionados, en el Lizarte navarro. Me caía bien Andrey, y ahora me cae mejor.

La desaparición forzada la inventaron los nazis. Cogían a una persona y se la llevaban, Nacht und neibel, como llamaba a ese proceso el mariscal Keitel. La inventaban para crear el terror y la parálisis en la población. Y aquí, el franquismo la aplicó a rajatabla, con el mismo objetivo. Los nazis la practicaban en los países ocupados, especialmente en la URSS. Era una manera de reducir el número de tropas que debían dejar como vigilancia en la retaguardia. Y, sobre todo, tenía la lógica del sadismo. Si llegaban a un pueblo y ajusticiaban a un grupo de 30 resistentes, por ejemplo, en la plaza, iban a obtener, como reacción, que aparecieran 300 partisanos nuevos. Si en lugar de eso se llevaban a esos treinta a la noche y niebla, paralizaban a las familias, a los simpatizantes, que no sabían si habían muerto; pensaban que si se rebelaban quizá los asesinaban, mientras que si se portaban bien, es posible que regresaran vivos. Se convertían en rehenes de esa lógica perversa, muertos que nunca van a aparecer. Y Somiedo, esa montaña asturiana limítrofe con León, fue uno de los lugares de noche y niebla. Se estima que un centenar de habitantes de Somiedo fueron desaparecidos de esa manera, y en la fosa de Gúa se encontraron 26. Habrá quien piense: ¿Y qué tiene que ver eso con la carrera ciclista? Pero esa también es la geografía de la Vuelta, que, al buscar lugares recónditos, con puertos escondidos, se acerca a paisajes que no son habituales en las rutas turísticas, y nos permiten conocer más de nuestra historia, de la geografía humana, lo que está detrás de esa belleza espectacular que veremos hoy en los lagos de Somiedo, en la cumbre, en el parque natural. Y, además, en la víspera del 1 de noviembre, estoy sensible a ese aspecto, pues es una fecha de recuerdo para los fusilados de Pikoketa, esa fosa común encima de Oiartzun e Irun donde 18 personas, jóvenes comunistas iruneses, de la JSU, y algunos carabineros, fueron asesinados por la avanzadilla franquista que desplegaba su plan de ataque sobre el Irun republicano. La misma noche y niebla, la desaparición forzada para sembrar el terror. Muchos familiares no supieron hasta la exhumación en 1978 que su pariente estaba allí, alguno pensó durante años que se encontraba vivo en alguna parte. Terror para paralizar. Y todavía, de esos 18, sólo trece están identificados.

A rueda

Fignon perdió el Tour en una crono y ya nunca fue el mismo; Roglic, sin embargo, está en pie, sin mella psicológica, aún más fuerte. En la Vuelta lleva ya tres etapas