En un acto de amor, Julian Alaphilippe, extasiado, sobrepasado, puro arrebato, apuntó el cielo, señalando a su padre, a su memoria, a Jo, fallecido el pasado mes de junio. En Niza, Alaphilippe obtuvo un triunfo emocionado en honor a Jo. En el nombre del padre. Fue su homenaje al hombre que le enseñó el camino del club ciclista del pueblo y el que le hizo amar la música. Jo era director de orquesta. Julian tiene ahora la batuta del Tour de Francia. Es su nuevo líder. En un esprint agónico en el que tumbó la resistencia del pujante Marc Hirschi, Alaphilippe devolvió a su padre todo el cariño de aquel legado. Julian llevaba la pena tatuada en el corazón, colgándole la ausencia del alma. Dicen que los seres queridos habitan en esos 21 gramos. Desde allí partió el triunfo de Alaphilippe. Imbatible. Venció el francés con el corazón retumbándole en el paladar. Bramó su logro. Gritó su emoción. Su victoria más visceral, la más deseada. El ciclista tronó por delante del grupo de favoritos en la artería principal de Niza, convertida en avenida para el Tour.

A Alaphilippe le apasiona tocar la batería. Lo hace de oído. Venció del mismo modo, escuchando su talento. Fue tras un fogonazo en el Col del Quatre Chemins que solo pudieron rastrear Marc Hirschi y Adam Yates. Tras la detonación de Alaphilippe los jerarcas dudaron. La caída de Dumoulin, que hizo el afilador con Kwiatkowski en plena subida, obligó a rectificar al Jumbo, que se desentendió de la persecución. El cañonazo de Alaphilippe tuvo eco en las paredes del Tour, las columnas de Francia. Nada más francés que Alaphilippe, el mosquetero, vestido de amarillo. El mismo color que lució el curso pasado cuando consiguió que el hexágono imaginase un vencedor galo 35 años después. Probablemente eso le quede lejos, pero Alaphilippe ha conquistado Francia. Es su estandarte. Más en días así, cuando las lágrimas desnudan las palabras y su mirada busca a su padre ausente.

Antes de la gloria de Alaphilippe, los fusiles que derribaron a medio pelotón el día de autos en Niza, aún humeaban. El paisaje de después de la batalla fue desolador para muchos. Varios salieron por la puerta de emergencia de la carrera francesa. Dolía el Tour, achacoso y dislocado tras el parte guerra. En Niza, a Mikel Landa le pellizcaban las costillas, que le recordaron el atropello de hace unos meses, cuando un coche le derribó mientras entrenaba y le fracturó el costillar. “Toca sufrir”, vaticinó el escalador de Murgia, que perdió la muleta de Rafa Valls, rumbo a casa con el fémur fracturado en el caos del primer día de la carrera. Tras la etapa, Landa, sin ahogos, disfrutó.

Prendió el sol en la Costa Azul y el Tour se pareció a eso que fue: el julio francés. La carrera elevó el mentón y trazó la primera hilera de rascacielos, donde sobresalía el Col del Turini, una montaña que suena a ruedas que gritan y tubos de escape que petardean potencia. La montaña, engastada en los Alpes Marítimos, es una postal nevada del Rally de Montecarlo, que se corre en enero. El petardeo de enero fue el jadeo de agosto. Atizando el sol, se abrieron los maillots. El calor. La canícula del hexágono. No chirriaron los tubulares en la primera escenificación de la montaña, donde brotó Peter Sagan, de verde. El eslovaco se vinculó a una fuga sin esperanza. El resto de sus compañeros le dejaron solo en el Turini. Asgreen, Cosnefroy, Gogl, Pérez, Pöstlberger y Skujins caminaron ante la marchita rumba del Jumbo, que quiere ser el Ineos pero en tiempos de mascarillas.

El Col del Turini solo reservó el quebranto de Kristoff, con el amarillo pálido. El ciclista noruego no es amante del calor. Tampoco de los desniveles. La ascensión resultó decepcionante. El descenso del Turini, enhebrando herraduras, dejó algo de belleza plástica y el gesto hosco del forcejeo entre el Arkea de Nairo Quintana y el Jumbo de Primoz Roglic y Tom Dumoulin. Los neerlandeses mostraron malas pulgas cuando observaron a los soldados del colombiano abriéndose paso en cabeza. Ese instante, propio de los comportamientos de las barras de bar cuando se pelea por obtener la atención del camarero, salpimentó la escenografía de un día en el que los generales eran proclives a la tregua.

Una vez liquidada la fuga, quedó abierta la subasta camino del Col d’Èze; la puja por encauzarse y enderezarse en una subida que mece la París-Niza afiló los colmillos. Fuera los dientes de leche. El observatorio de la Costa Azul enfocó el estado de nervios de Pinot, doliente. Gesink pastoreó la subida en la última onza del puerto, territorio del Jumbo, que dispuso los raíles para su tren. Descarriló Daniel Felipe Martínez, tumbado en el suelo en el descenso. Al campeón del Dauphiné el Tour le dijo au revoire. El colombiano se dejó 3:38 en meta. Fabio Aru, por su parte, entregó una tarjeta con una pérdida de 2:09.

La entrada en el Col del Quatre Chemins fue el punto de ignición de Alaphilippe, un chupinazo. Hirschi vio el resplandor y se adhirió al cohete francés mientras el Jumbo, que observaba desde la torre de control, tuvo que encogerse cuando Dumoulin se enmarañó Kwiatkowski. El neerlandés se fue al suelo y a punto estuvo de que su Tour quedara cortado. La caída de Dumoulin atemperó a sus muchachos, que hicieron una pelota de papel con sus planes y los tiraron a la papelera. Alaphilippe y Hirschi tomaron aire. Adam Yates, peso pluma, colibrí, se presentó en dos zancadas en el diálogo entre el francés y el suizo. El trío descendió en apnea con la renta suficiente para jugársela entre ellos. El duelo a tres se convirtió en un asunto personal para Alaphilippe, que pensaba en Jo, en regalarle la una victoria envuelta en amarillo. Honrarás a tu padre. El cielo no puede esperar.