Comienza el ansiado Tour de Francia. Cuando avanzada la primavera comenzó a doblegarse la curva de la pandemia, y volvió a resituarse el calendario ciclista, supuso un desahogo. Como para tantas otras cosas de la vida, aparecía un horizonte. Y las cifras, que mejoraban día tras día, parecían indicar la salida del túnel. En ese contexto, en el panorama ciclista, el Tour era el símbolo: si el Tour se disputaba, significaba que todo volvía al orden. Hoy, en la puerta de ese arranque, algo ha cambiado. Con las cifras de la enfermedad empeorando, el Tour dictó la norma de que dos positivos por COVID-19 en el seno de cualquier equipo significará su exclusión. Incluyendo en el concepto de equipo a directores, mecánicos, masajistas, conductores y corredores. Ayer, ante los dos casos positivos en auxiliares del equipo Lotto, han ajustado la norma sólo para los corredores. La espada de Damocles se cierne sobre el Tour, de la misma manera que se cierne sobre los niños que están a punto de ir a la escuela. No se sabe muy bien qué pasará. Con cuántos positivos se clausurará una clase escolar y se irán a casa. Casi como en el Tour. Las dos actividades que representaban la vuelta a la normalidad están en riesgo. Un riesgo que nuestro deseo había apartado pero que se presenta insolente. La espada de Damocles se cierne sobre el Tour y sobre la escuela. Recordemos la leyenda de Damocles. Este no dejaba de proclamar su envidia por los privilegios cortesanos. El mandatario, Dionisos I, le cambió por un día su puesto, y para festejarlo le ofreció una fiesta que debía disfrutar como un rey. Cuando Damocles se regodeaba en el banquete, miró sobre su asiento, y vio pender sobre su cabeza una espada prendida de la crin de un caballo. Inmediatamente quiso renunciar a aquellos favores.

Indudablemente Damocles tiene muchas lecturas, pero una es que a veces, en la vida, haya que arriesgarse para cambiar, para disfrutar de algo. A pesar de la espada, hay que empezar el Tour, la escuela, mantener los valores positivos que nos refuerzan como sociedad, la enseñanza, la cultura, el deporte popular, del que el Tour es un hito, donde los campeones se convierten en héroes para los niños, en la evocación de lo que un día todos quisimos, lo que nos mantiene vivos en el sueño.

Este año el Tour presenta un recorrido muy montañoso, con apenas tres etapas llanas en la costa atlántica, cerca de Burdeos. El resto, montañas. El Macizo Central, los Pirineos y, sobre todo, los Alpes. So lo una contrarreloj, el penúltimo día, una cronoescalada a La Plagne des Belles Filles. Un terreno propicio para escaladores, en el que veo sólo dos favoritos: el esloveno Roglic y el colombiano Bernal. Detrás, los segundas espadas, Landa, Pogacar, Dumoulin y Carapaz, a la espera de su desfallecimiento.

El Tour siempre sabe cuidar su espacio para la leyenda, y cada año repite en alguno de sus lugares míticos. Este año ha colocado el final de la cuarta etapa en Orcières-Merlette. Un puerto histórico para quienes siguieron el ciclismo en la década de los setenta. En esa subida, en el Tour de 1971, sucumbió Merckx ante Luis Ocaña. Seguramente la derrota más espectacular en la carrera del caníbal, y la mayor gesta del conquense. En la meta de Orcières-Merlette, Ocaña distanció al belga en 8'42".

Otra etapa para la gloria será la decimoctava, con la ascensión al Plateau de Glières. Aquí la gloria es extradeportiva, y la aportan los guerrilleros republicanos españoles que, combatiendo a los nazis, se dejaron más de 200 muertos en esa montaña. Al día siguiente, un aroma vasco nos llevará a Champagnole, en el Jura francés. Un aroma vasco porque me trae un recuerdo que es familiar y a la vez de nuestro pueblo, el de Pablito Jauregui, de Arama, que hizo la carrera de cura en los Padres Blancos, y que terminó como párroco en ese pueblo montañoso.

Los recuerdos inundan las imágenes, los nombres, y se llenan de evocaciones biográficas. Salimos de un tiempo de playa, donde, al viento y al sol, nos sentíamos refugiados del COVID. Y la playa se mezcla también con otro ciclismo, el de mi juventud. Un deporte que estaba plagado de prejuicios, de conservadurismo, casi como una segunda iglesia encargada de reprimirnos. Así era en cuanto a las pulsiones sexuales, algo a evitar si uno quería ser un buen corredor. Y lo mismo sucedía con la playa, un tabú para el ciclista. Todo lo que se relacionaba con el esparcimiento del cuerpo, con su disfrute, se alejaba de la disciplina rígida necesaria en un ciclista. Aunque se disfrazaba, argumentándose

que la natación era mala para la bicicleta, que el sol debilitaba. Luego llegó el triatlón para desmentirlo, juntando natación y ciclismo. Aunque yo ya había experimentado su falsedad. Regresaba de la playa de La Concha con mi amigo Tito, también ciclista, con las toallas sobre el hombro, cuando nos encontramos fatalmente con nuestro entrenador. Se enfadó y nos riñó. "¿En la playa€ cuando mañana tenéis carrera?" Al día siguiente vencí en Urretxu, en la subida a Santa Bárbara, y más que por el triunfo, me alegré por la lección aprendida, vi lo que era falso, y sentí una gran liberación.