icen que un visitante sensible, expuesto a tanta belleza como ofrece la ciudad de Florencia, puede sucumbir bajo el síndrome de Stendhal. E impresionado por la hermosura de esa urbe toscana, quedarse prendido para siempre, y al mismo tiempo paralizado, incapaz de pronunciar palabras que estén a la altura de semejantes emociones. Confieso que era escéptico ante esta expresión, que me parecía una manifestación cursi de un cierto pensamiento mágico. Pero debo admitir que estando allí, sumergido en sus calles llenas de historia, observando palacios, esculturas, cuadros, de ese periodo excelso del arte que constituyó el Renacimiento italiano, le di la razón. Una belleza compacta, homogénea, sin fisuras, que sólo alcanzan pocas ciudades, quizá Leningrado, o Venecia. Y seguramente, no habrá una carrera ciclista que atraviese un recorrido tan maravilloso como el de la Strade Bianche, cerca de Florencia, en Siena, en su mismo paisaje.

Los corredores surcando los viejos caminos de tierra, que enlazan colinas, apuntadas por cipreses, estaban expuestos a ese síndrome, y quizá a alguno de ellos le paralizó los músculos, no es algo descabellado. Esa idea de Stendhal la desarrolló magistralmente el escritor vienés Hugo von Hofmannsthal en su texto Carta a lord Chandos, donde expresa su retirada de la acción de escribir: su espíritu, poseído por belleza del mundo, es incapaz de detenerla en palabras, arte, y renuncia, se convierte en alguien contemplativo, que sólo puede participar de ella de manera pasiva. Es algo que todos hemos experimentado alguna vez, y que, como los corredores de la Bianche, debemos de saborear, participar, pero ser capaces de saltar por encima para seguir en la vida, comprometidos, activos. Son oasis. Puede ocurrirnos ante los rayos de sol filtrándose un atardecer entre las columnas de la Acrópolis de Atenas, o en Igueldo, observando la caída del sol encendido en el mar.

Un paisaje amabilizado como ningún otro por la civilización humana, por romanos y griegos, por siglos de cultura, que los organizadores tuvieron el acierto de cruzar por el recorrido de esta carrera. Porque la bicicleta permite disfrutarlo como sobre ningún otro vehículo, a una velocidad filosófica, como yo la llamo, que posibilita alcanzar y mirar atrás, a la historia que nos envuelve. Prato, Siena, Florencia, San Giminiano, lugares de belleza incomparable, retratada ayer por la carrera, como lo fue en la maravillosa película El prado, de los hermanos Taviani, donde los mismos caminos de tierra que ayer pedaleaban los corredores, eran los senderos para la construcción de una utopía post-68, en la que el crecimiento personal estaba unido al colectivo, a los sueños colectivos.

La carrera fue muy disputada, había hambre de ciclismos en la mente de los corredores, y el belga Wout Van Aert, se impuso en solitario a un grupo selecto, con Fulgsang, Van Avermaet, Formolo, Schapmanm. Me alegré, pues se hizo justicia tras el grave accidente que sufrió este corredor en la contrarreloj del Tour en Pau, donde una valla mal colocada le desgarró el muslo, temiéndose incluso por su carrera futura. Este corredor es una de las jóvenes perlas del ciclismo, con 25 años y polifacético, sumando tres campeonatos del mundo de ciclocross, así como grandes resultados en clásicas y contrarreloj. Me sorprendió favorablemente comprobar la disciplina social de los italianos. En el kilómetro y medio final, que asciende por las calles de Siena hasta la plaza del Campo, apenas había espectadores, guardando la distancia social preconizada. Un buen ejemplo para que no tengamos sobresaltos y el ciclismo, así como la vida, no vuelvan a detenerse.

A pesar de la competitividad, no pude dejar de echar de menos a Fabián Cancellara, Espartaco, que ostenta el récord en el palmarés de la prueba con tres victorias. Hay carreras que parecen soldadas a la trayectoria de un ciclista, impregnadas de su estilo, y ésta tiene las marcas de las hazañas inolvidables de Fabián, que era capaz de ganar siempre dando espectáculo, con ese rodar supremo que hizo a algunos sospechar que llevaba un pequeño motor simulado en su bicicleta.

Mientras tanto, en Burgos, un chaval de 20 años, de quien hablé hace tiempo cuando ganaba todas las carreras como junior, campeonatos de Europa y del mundo en cualquier especialidad, ruta o contrarreloj, se consagraba como una estrella. Y no es ninguna promesa, mira de tú a tú a todo el pelotón, tiene la osadía de la juventud y unas piernas de acero.

Los caminos de tierra de la Toscana, de la Strade Bianche, nos acercan a los héroes, son los caminos de la infancia, y nos podemos ver sobre ellos, mirando al pasado, imaginando que crecimos como los campeones, que llegamos a ser lo que soñamos. Ése es el prestigio del deporte, la capacidad que tiene para trasladar nuestra vida a las de las estrellas, sentir que nosotros también serpenteamos por aquellas colinas entre cipreses, como serpenteamos los caminos de barro de nuestro barrio. Aunque esos caminos tienen también algo de impostura, de tradición inventada, pues pese a la presencia milenaria de los caminos toscanos, no fue hasta 2007, cuando se convirtieron en un escenario ciclista, y le falta esa patina que tienen la Paris-Roubaix o la Lieja. Historia, para que se cumpla aquello que dijera Lord Byron, “no hay nada más bello que las ruinas de las cosas bellas”, es decir tiempo sobre la belleza. Stendhal.

A rueda

A pesar de la competitividad, no pude dejar de echar de menos a Fabián Cancellara, Espartaco, que ostenta el récord en el palmarés de la prueba con tres victorias