donostia - “Mi conciencia está limpia”, cerró de un portazo Chris Froome ante el Cervino, el coloso de granito y hielo que todo lo observaba el sábado, cuando el británico hablaba entre los grandilocuentes Alpes sobre el Giro de Italia que adorna su opulento palmarés: cuatro Tours, una Vuelta y la carrera italiana. Entre esas montañas, en el frenesí de los últimos días, construyó Froome su imperio, ese que le sitúa entre los más grandes de todos los tiempos después de ligar el Tour, la Vuelta y el Giro a un ritmo frenético, nunca antes conocido. En Roma, a la sombra del Coliseo, con el confeti rosa saludándole la gesta, Froome se elevó al Olimpo. Allí donde se sientan los dioses paganos del ciclismo, Merckx e Hinault -vencedores de la tres grandes de forma consecutiva-, expondrá Froome el trofeo Senza Fine (sin final), la espiral dorada con la que el Giro condecora a los vencedores. ¿Lo es Froome?

El asterisco que le acompaña a modo de una etiqueta que raspa y molesta, sitúa al británico en un limbo y en una huida hacia delante. Su resultado adverso por salbutamol en la Vuelta a España le persigue sin desmayo. Está en todas las conversaciones, envuelto en su maillot, enraizado en la cuneta, dentro de su mente y flotando en el ambiente cuando el Tour espera su turno en apenas unas semanas y no quiere sospechosos en carrera. El caso no está resuelto aún, enmarañado entre pruebas científicas y abogados, y en caso de confirmarse una suspensión, el galardón de la Vuelta se caería del decorado magnífico del británico. El Giro también correría peligro, aunque la organización de la carrera estaría dispuesta a mantenerle el logro. Por eso, y por un cheque que se sitúa en los dos millones de euros, Froome decidió disputar la carrera italiana. La victoria del Giro fortalece su posición. La UCI deberá resolver el entuerto, que deja a Froome como un campeón en suspenso.

En Froome, sin embargo, la duda no existe. La espantó conquistando más tierra, abriendo más frentes en un Giro histórico, con numerosas aristas y vericuetos que se tragó los sueños de grandeza de Chaves, Yates, Aru o Pinot de modo despiadado. Froome dejó de ser Froome, el ciclista comedido, calculador y científico para convertirse en un corredor de otro tiempo, de otra era. Mutó para seguir siendo el campeón. Solo así pudo doblegar el Giro. Su portentosa exhibición en la etapa reina de la corsa rosa, cuando se escapó en La Finestre y todavía restaban 80 kilómetros a meta para voltear la carrera y vestirse de líder, quedará, para siempre, entre los incunables del ciclismo. “Tenía que hacer una locura”, explicó sobre una hazaña que ha elevado la ceja de más de uno, advertido por el pasado del ciclismo y por la mancha que cuelga en el expediente del británico desde la Vuelta a España.

LA GRAN CABALGADA Esa “locura” y “el ahora o nunca” al que aludió Froome puso en órbita a un ciclista que recuperó más de tres minutos sobre Dumoulin, el campeón del pasado curso, en una jornada histórica y que el corredor del Jumbo NL, George Bennett, calificó de forma muy gráfica: “Ha hecho un Landis”. Se refería Bennett a la monstruosa exhibición que el norteamericano realizó en el Tour de 2006. El resto de aquel pasaje es de sobra conocido. En ese ambiente donde la duda es una constante, el británico conquistó un Giro que nunca pareció que le perteneciera. Froome lo comenzó por los suelos viejos de Jerusalén Oeste, donde arrancó la carrera por eso del dinero del Estado de Israel. El británico se cayó mientras reconocía el recorrido de la crono de inicio de la prueba. Se dañó el costado derecho, la moral y perdió medio minuto con Dumoulin, segundo al final tras Froome, a 46 segundos de la gloria del británico. La tercera plaza se la quedó Miguel Ángel López, el mejor joven de la carrera.

Desde ese instante, Froome acumuló varios retrasos. El Gran Sasso le sepultó. Le hizo pequeño. La gran roca convirtió en arena a Froome. Al británico se le vieron las costuras en la gran montaña mientras aleteaba sin descanso Simon Yates, el líder inesperado, que levitó entre exhibiciones -el inglés ganó tres etapas- hasta su caída a los infiernos en La Finestre, el lugar del alzamiento de Froome-. El británico fue un resplandor. Antes, apenas tuvo la luz de una cerilla que se apagaba. En el Zoncolan, Froome salió del túnel. Resurrección. Dejó la más absoluta oscuridad para asomarse con timidez a la claridad y dejar su sello en la enorme montaña al cierre de la segunda semana de carrera. “Seguiré luchando”, anunció el británico antes del chupinazo de la semana definitiva del Giro, donde Froome, inopinadamente, incendió la carrera.

La crono entre Trento y Rovereto le aproximó al podio, pero aún precisaba de prismáticos para enfocar los puestos de honor. Esa sensación se multiplicó en Sappada, donde Yates todavía bailaba rock&roll antes de quedarse tieso, sin solución de continuidad. Froome perdió el hilo en un puerto sin apenas misterio. Parecía que su tintineo en Zoncolan había sido su gran obra en el Giro. Su golpe de efecto, el día mágico, estaba por llegar. Froome tomó temperatura en Prato Nevoso, donde a Simon Yates el Giro se le indigestó. La glotonería de los días precedentes le pasó factura al inglés cuando a la carrera le restaban un par de capítulos antes de la alfombra rosa de Roma. Yates explotó el siguiente amanecer. Fue su ocaso. El gran despertar de Froome. Rey sol. En una etapa sin filtros, salvaje, Froome emuló al solitario Coppi y se lanzó a la aventura on el apetito de Merckx y la obstinación de Hinault. Por un día, Froome se volvió loco. Quiso ser todos los campeones a la vez. Detonó el Giro de Italia y se vistió de líder a un dedo de Roma. Como Napoleón, se autocoronó el británico. Emperador del ciclismo en la ciudad eterna. Froome desafía a la historia.