Donostia - Un descenso lanzó a Froome hacia su tercer Tour -enlaza en el histórico de la aristocracia con el belga Philippe Thys, el francés Louison Bobet y el estadounidense Greg Lemond- y otra bajada posó a Ion Izagirre en el Nirvana. Comparten ambos gloria. La del británico, camino de la eternidad, el lugar de los más grandes; la de Ion, al lado de los gigantes. Hijo de la lluvia, el de Ormaiztegi chapoteó de alegría con su primer triunfo de etapa del Tour en Morzine, la presa que recogía el río de la Grande Boucle. El río de la vida.

Izagirre, hijo de José Ramón, gen ciclocrossista el suyo, será padre en octubre. Hermano de Gorka, herido durante la carrera, que tuvo que abandonar, Ion se elevó a la peana más alta sobre una cascada y surfeó como nadie por una de las caras del Joux Plane, la última roca de la carrera. El descenso era un escalofrío que serpenteaba húmedo y traicionero. Ion colgó a su familia en su dorsal y se tiró hacia abajo como los locos que son genios.

Froome empezó a ganar el Tour comiendo de la manzana del árbol de Newton en el Peyresourde. Se alió a la ley de la gravedad. Izagirre también comió de la manzana y remató la dicha de arriba a abajo. El Joux Plane, empapado, supurando vértigo, las bicicletas abriendo las aguas sin Moisés, esperaban a Kelly Slater, el campeón de campeones del universo de las olas. En su lugar maniobró con majestuosidad y pericia Ion Izagirre en un descenso para valientes o desesperados. El tobogán de un majestuoso aquapark. Un rafting a los infiernos que le abrió las puertas del cielo.

El de Ormaiztegi, criado por ese cielo de Euskal Herria tan propenso al lloro, a las lágrimas que cristalizan en las carreteras para convertirlas en espejos, se vio guapo en el reflejo y audaz como es gobernó su bicicleta con tacto y destreza. Jarlinson Pantano, que baja con una venda en los ojos, y Nibali, El Tiburón que ha hecho de los descensos una marca de agua, no pudieron seguir la estela del fueraborda de Ion Izagirre, que navegaba con la determinación de aquellos marinos que solo conocían el horizonte como fin del mundo y aún así, querían que sus ojos vieran qué había más allá del más allá.

Izagirre, viajero de una fuga, se subió a la ola buena en el Joux Plane, el Cabo de Hornos entre el océano de montañas de los Alpes del penúltimo día. Cuando Alaphilippe y Pantano habían recibido la visita de un Nibali desatado, se desplomaba el cielo sobre sus cabezas. El tintineo de las agujas de lluvia sobre los cascos, la piel líquida, la épica en la dermis. Tozudo, Izagirre, espíritu aventurero, indomable, quiso doblar el Cabo de Hornos. Un pendiente cuelga de su oreja derecha. El recuerdo de los lobos de mar. Sentir el viento en la cara, la lluvia azotándole el rostro, peleando cada centímetro en la tempestad para llegar al Cabo de Buena Esperanza. Pura vida.

una bajada prodigiosa Izagirre se desprendió con la fuerza de las avalanchas montaña abajo. Pantano quiso seguir el cohete de Ormaiztegi, pero desvió la trayectoria en una curva y la tiritona se planchó en su maillot. Le saludaría en meta. Nibali, que había mostrado su mordida durante la subida, se quedó sin colmillo en la bajada. Dientes de leche. Izagirre apretó los suyos, con los que sujetaba el cuchillo. Bandera pirata. Al abordaje. Se deslizó con la naturalidad de los que saben nadar, con una técnica impecable, que le impulsó más que a ningún otro. Braceó, convencido de que solo la carretera podría hacerle naufragar.

Ion alcanzó el remanso tras su prodigioso descenso leyendo sin balbucear las cartas de navegación. El mascarón de proa del pelotón lo componía la armada inglesa, la del Sky, que dispuso todos sus barcos para proteger al almirante Froome. El susto del viernes impregnó la estrategia del Sky, que montó guardia alrededor de su líder. Dejaron que se tejiera una fuga con Izagirre, Sagan, Alaphilippe, Nibali, Pantano, De Gendt y Kreuziger, entre otros polizones.

Era una etapa entre dos mares. En el primero: olas, corrientes y marejadas. En el segundo, una piscina de verano en un día lluvioso. Peligroso el piso y desafiante el skyline, con el colosal Joux Plane mirando a los corredores por el encima del hombro, se impuso la cordura , la precaución y el ahorro. Nadie tenía intención de jugarse los cuartos en el casino. Nada de inversiones en bolsa ni en carteras volátiles. Todos pendientes del plazo fijo. No había espacio para los riesgos.

El Joux Plane, implacable como los usureros, se cobró algunas facturas. Fabio Aru, que en la última semana agitó al Astana para que le catapultara al podio, se hundió. El peso de la mole alpina se lo llevó al fondo del mar. Bauke Mollema, que intentó un imposible, también fue víctima del ogro alpino, donde el Sky colocó a Geraint Thomas, Henao, que se dejó caer de la escapada, Mikel Nieve, Wouter Poels y Froome.

La carrera, pintada de negro e iluminada con la linterna amarilla. Cerca del haz de luz de Froome, Romain Bardet y Nairo Quintana esperaban que acabara el día. La ducha, el masaje y la cena trazaban los pensamientos en el Joux Plane. Apilado el sufrimiento de la cordada al Joux Plane, repleto de sherpas del equipo inglés, en el descenso se acentuó la tendencia de la precaución. El Sky no abandonó la formación hasta desembarcar en Morzine, donde Izagirre izó su victorioso estandarte. Allí, en tierra firme, en el puerto refugio, amaestrado al fin el Tour, a falta del paseo por las orillas del Sena, confluyeron dos sonrisas que nacieron de un descenso. De una oreja a la otra se abrió la felicidad de Ion, que coronó el tercer Tour de Froome.