Iruñea - Lucía en Iruñea ese sol que la primavera deja caer levemente desde los hombros, ni vehemente ni pacato, un sol dulce, de canela, en la plaza del Castillo, ese cuadrante que tanto amó Ernest Hemingway desde la balconada de julio, cuando los sanfermines le atraparon en un torbellino de resacas y le ataron el pañuelo rojo al cuello. Los encierros y la bebida le entusiasmaron tanto que tuvo que anunciar al mundo su jolgorio. Escribió Fiesta. Un manual de estilo para la juerga y el riau-riau. Los australianos supieron de Iruñea y su alegría a través de aquel reclamo. El señuelo de la juerga no encuentra parangón sea aquí o en las antípodas aunque se tenga que leer en un libro.

De Canberra, la capital de Australia, es Michael Matthews (Sunweb), un tipo en moto, poderoso su motor de 12 cilindros. Potente como un morlaco enfurecido por los adoquines de Estafeta. Matthews fue una manada. Un encierro. Surgió desbocado, en estampida. Nadie pudo pastorearle. Tampoco sus compatriotas Jay McCarthy (Bora) y Simon Gerrans (Orica), aturdidos frente Matthews. Demasiado rápido, demasiado fuerte, demasiado convencido. Alta velocidad australiana. Desatado, arrebatador, Matthews corneó el triunfo para continuar su idilio con Euskal Herria. Otra victoria capital. Después de Gasteiz y Bilbao, Matthews agarró por la pechera Iruñea en la meta de Sarriguren. Una victoria sin besos, romántica en cualquier caso. Una historia de amor.

En un abril sin robo, no como los de Sabina, que siempre acabó con la luna señalándole y los bolsillos sin nostalgia, apareció Igor Antón con los ojos de enamorado para lanzar el txupinazo y cazar el maillot de la montaña en su travesía hacia el Giro. La pasión del aquí y ahora es su sonido. El retrovisor no tiene sentido en un deporte siempre en fuga, en constante huida. Las batallitas, para la sobremesa. Hambriento de Itzulia, Antón abrió la celda con la ganzúa de la ilusión y eligió su destino. En mi hambre mando yo. A su espíritu reivindicativo se sumaron las piernas de Luis Mas, (Caja Rural) y las de Yoann Bagot, impreso el sol en el maillot de Cofidis. A Antón (Dimension Data) le empuja una mano. La de un continente entero. África. Qhubeka, la fundación que ofrece bicicletas para mejorar la calidad de vida de las personas, sobre la espalda. Mano amiga.

El empeño de Antón El galdakoztarra, que nunca ha casado bien con la Vuelta al País Vasco, se revolvió contra su propia historia. Al carajo los recuerdos y la memoria. Prefirió mirar al frente y reconstruir su relato con la caligrafía de los sueños. Viaje al futuro. Escribió con trazo firme, sin balbuceos, aunque tiene la mirada aniñada, siempre dispuesta para el asombro. Antón se subió a un cohete, un viaje lunar lejos de su zona de confort. Abrir la mente y ganarse el horizonte. Apartó el diván de la decoración y colocó un sillín, cómodo como una butaca de orejas para un tipo que ama lo que hace, que habla con los pedales en cada frase.

Las zapatillas negras y los calcetines blancos. Un clásico por sastrería. Su figura, ligero el andamiaje, está repleta de entusiasmo y jerarquía. Contagió su empeño. Parlamentó con Mas y Bagot. Firmaron un tratado de colaboración firme ante la calma del pelotón, sereno en un paisaje bello, sin cartón piedra salvo para Sam Bennet, el esprinter al que le tachó la carretera por un encontronazo. El irlandés, alistado a filas a última hora, con el sonido del silbato, siempre supo que el trébol de cuatro hojas es un cuento. A Bennet le esquivó la fortuna y le devoró el organismo, débil, siempre con las fauces abiertas. El pelotón siseaba. Apenas abría la boca salvo para la cháchara y el saludo.

Alaphilippe, el agitador Las mandíbulas las apretó el Sunweb, que una vez eliminado Bennet de la lista de opositores, enfatizó la silueta de Michael Matthews, un australiano con dentadura de cocodrilo y querencia por las flores de la Itzulia. Veloz, animoso y letal. Un depredador. En esas estaba el pulso cuando Igor Antón alzó la bandera blanca. Sus piernas, a media asta. Se le apagó el candil. El entusiasmo no le alcanzó al galdakoztarra para seguir el diálogo con Mas y Bagot, con más energía, pero camino ambos del patíbulo, sentenciados por la jauría. El motor negó a Igor Antón, que arrugó los hombros. Algún día podrá decir que la Itzulia le abrazó, que tal vez en otra ocasión no sea Bogart en Casablanca. Sam dejó de tocar la melodía en el piano.

La poesía se estampó contra el muro prosaico de la realidad. Cazaba el pelotón a distancia. Como los boxeadores que enseñan el brazo para fijar el cuerpo del rival y soltar un directo. Mas y Bagot se despidieron de la quimera. Su emprendimiento aplastado por el tonelaje de la multinacional. Trinchados por el tenedor que se compone en las carreteras anchas, donde se codean los equipos que guardan la rampa de lanzamiento de los esprinters con escuadras que envuelven las joyas de la corona: Contador, Valverde, Henao, Izagirre... Todos compartiendo plano. En cinemascope hasta que el objetivo se fue estrechando. Adelgazó la carretera y se agitó el avispero. Alaphilippe salió zumbando. Un molesto abejorro. Su aguijón, venenoso, se quedó sin cicuta porque se le clavó el infortunio. Un agujero. Pinchazo. Au Revoir. Se desestabilizó por un momento la lógica del sprint hasta que la tradición, que pesa un quintal, se abrió paso a empellones y surgió el sputnik de Michael Matthews y su sonrisa de ganador. El costurero de la Itzulia. Vencedor en Gasteiz, Bilbao e Iruñea. Alberto Contador, a punto estuvo del costurón, pero su caída, a 700 metros no tuvo consecuencias. Solo fue un recordatorio en la fiesta de Matthews.