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La otra cara del Everest

Alberto Zerain vio caer al vacío a un hombre al que trató de socorrer. Txomin Uriarte lo subió cuando el único medio de comunicación era enviar una carta con un sherpa. Ambos reviven su ascenso a un Everest alejado del actual “negocio”

La otra cara del EverestFoto: Cedida por Edurne Pasaban

Con siete ochomiles a sus espaldas, el propio Zerain se ha visto en apuros tratando de acometer el pico más alto del mundo. “Alguna vez he tenido que estar encerrado en una tienda esperando a que pase una tormenta e igual podía haber escapado antes. Piensas que estás a resguardo, pero luego resulta que la tormenta dura más de lo previsto, hay avalanchas... Son situaciones que te dan que pensar”, reconoce. Pese a todo, nada tienen que ver con la tragedia que en 1996 se cobró la vida de ocho personas que participaban en expediciones comerciales. Un dramático suceso recreado en la película Everest, que ha venido a reavivar la polémica sobre la desmesurada explotación de esta montaña. “Siendo guías, atacar la cumbre con clientes, a pesar de que hacía mal tiempo, es muy peligroso y ya se vio lo que pasó”, comenta este alpinista.

“A veces la ambición te puede” En el techo del mundo, advierte Zerain, no se puede “bajar la guardia” y la experiencia, más que un grado, puede llegar a ser un pasaporte a la supervivencia. “Lo bueno es tener un poco de visión y anticiparte a lo que te pueda venir. Hay circunstancias en las que uno tiene que decidirse a hacer una cosa u otra y entregarse a tope para salir airoso y hay mucha gente que no tiene facultades para poder escapar de esas situaciones de vida o muerte”, constata.

Las imprudencias en un ochomil no son exclusivas de los primerizos. También traspasan la línea los profesionales. “A veces la ambición te puede. Hay gente que, a ciertas altitudes, no se da cuenta o no quiere darse cuenta del riesgo que corre. La clave para seguir haciendo montaña es bajar, pero hay más ambición de la que nos imaginamos y eso es lo que a veces ocasiona esas tragedias”, asegura este experimentado montañero, que en 2010 se propuso un “reto casi imposible”, atacar el Everest por el corredor Hornbein con un único compañero de cordada. Tuvieron que retirarse por las avalanchas sin siquiera entrar en la ruta. “Estábamos indecisos pensando qué hacer y nos cayó una que nos hizo resbalar un poco. Nos sacó de dudas”, admite.

De su primera vez, en 1993, guarda un recuerdo imborrable. No en vano se estrenaba en un ochomil y y encima logró hacer cumbre. “Llegué el primero y esa sensación de ir por un senderito, a 8.830 metros, viendo el paisaje, fue realmente extraordinaria”, saborea de nuevo. Aquel día cuarenta personas alcanzaron la cima del Everest, lo que le restó una pizca de encanto. “Ya se ha dado el caso de pasar de cien. Ver que ha subido mucha gente te distorsiona un poco esa sensación de que has hecho algo fuera de lo normal”, confiesa. No obstante, no es lo mismo subir por “ti mismo, que es lo que de verdad te llena”, que hacerlo “con cuerdas fijas y otros que te pisen la huella y suban la mochila”.

Las expediciones comerciales poco menos que extienden una alfombra roja para que sus clientes hagan cima a la carta. “Es una ascensión mecánica. La mayoría de la gente sube de acuerdo a las instalaciones que se han hecho, a todo el trabajo que han desarrollado los sherpas subiendo sus mochilas, sus tiendas, su equipaje, el oxígeno... Por eso asciende tanta gente”, apunta. Una vez que “se ha preparado el camino y se han anulado todas las dificultades”, solo resta elegir la fecha en función de la climatología. “Si se produce algún error, lo lógico es que los guías sean cautos y digan: Vamos para abajo, que no merece la pena”, cuenta.

Para evitar la masificación del Everest y los posibles peligros que acarrea, el Gobierno de Nepal está estudiando una serie de medidas, como prohibir el ascenso a menores de edad, a mayores de 75 años, a personas con discapacidades físicas o a aquellos montañeros que no hayan coronado previamente un pico de al menos 6.500 metros. “Al tener el Everest esa situación de tanta gente, de tantas locuras que se hacen o de récords -como el más mayor que lo corona o el más pequeño- pienso que sí deberían poner ciertos límites. Lo que pasa es que al Gobierno de Nepal le interesa que entre el dinero y que la gente siga trabajando. Viven muy bien con todo ese gentío y es difícil que lleven esas restricciones a cabo”, reflexiona Zerain.

“Los muertos no son un ‘hándicap” También Txomin Uriarte, miembro de la primera expedición vasca al Everest, Tximist, considera que “el negocio” de este coloso es “imparable” y que es difícil que prosperen las limitaciones planteadas por el Gobierno del Nepal porque es una fuente de ingresos “fundamental para la economía” del país, “uno de los más pobres del mundo y asolado este año por los terremotos”.

El monte más alto del planeta, destaca Uriarte, “tiene un atractivo irresistible, el que haya muertos no supone un hándicap y hay muchísimo dinero en juego”. Por ello, cree que “exigir a todos el acompañamiento de un guía local, seleccionar a los expedicionarios por edad o experiencia o dejar una escalera fija en el escalón Hillary son propuestas con poco recorrido, aunque los responsables nepaleses son conscientes de que hay que regular aquello de alguna manera. Sobre todo, la normativa de las basuras, cuyo cumplimiento tendrán que exigir en algún momento”, afirma este veterano montañero, para quien las expediciones comerciales le han restado “el sentido de alpinismo, pero abren la posibilidad de cumplir un sueño personal a mucha gente”.

‘No apto para mujeres’ Cuando Uriarte y sus compañeros se lanzaron a la aventura de hollar el Everest, allá por 1974, apenas habían pisado la cima cinco expediciones. “Hoy en día han subido ya unas 6.500 personas a la cumbre y hay unas 30 expediciones al año en el campo base, que se ha convertido casi en una ciudad”, contrapone. Vuelta la vista atrás, resume aquella experiencia. “Durmieron dos expedicionarios a 8.530 metros, pero el fuerte viento les impidió salir para la cumbre. Dejaron todo montado e hicimos un segundo intento. Después de cuatro días durmiendo en el Collado Sur a 8.000 metros, hubo que retirarse por el mal tiempo ante la llegada del monzón”, relata.

Parece que fue ayer, pero han pasado más de 40 años y todo ha cambiado “radicalmente”, desde el equipamiento y material hasta los permisos, que tardaron tres años en conseguir. “Solo había dos permisos al año: uno para antes del monzón y otro para después. Así que estábamos solos en el campo base y en toda la expedición. Nosotros tuvimos que hacer todo el trabajo para ir abriendo el camino hacia los distintos campamentos. Luego iban detrás los sherpas subiendo las cosas”. Lo dicho, nada que ver. Lo mismo que el parte meteorológico, que recibían “desde una emisora de radio de India, cuando no estaban estropeadas las comunicaciones”.

A falta de teléfonos, cuenta, “bajaban dos sherpas corriendo hasta el aeropuerto de Lukla para mandar las cartas a Katmandú. Las respuestas tardaban por lo menos una semana en llegar al campo base”. Ahora, explica, “se puede hablar con los montañeros y verlos en la cumbre en tiempo real”. Eran otros tiempos, aquellos en los que “la ciencia decía que era imposible subir al Everest sin oxígeno y que las mujeres no podían subir”. Dos montañas que ya han sido derribadas.