Donostia. 8.848 metros. Basta esa cifra para dibujar la montaña mágica. "Ese pico, tan grande y tan bello, maravillosamente construido, majestuoso, terrible, impone respeto; al pie de sus laderas resplandecientes se debe permanecer humilde y maravillado", escribió George Mallory sobre el Everest, que le arrebató la vida en 1924 a 8.000 metros de altura. Desde que se supo de esa majestuosa montaña, poetas, escritores y aventureros la desearon con locura, apasionadamente, como se aman los amantes furtivos. El Everest, inalcanzable, se convirtió en un mito, un gigante que Edmund Hillary y Tensay Norgay hollaron el 29 de mayo de 1953. Ese día, el hito abrió la puerta a la leyenda, que 60 años después, tras cobrarse más de 230 vidas entre alpinistas y sherpas, corre el riesgo de convertirse en un souvenir, una fotografía con la que presumir. "Lo que está pasando en el Everest es vergonzoso. La banalización es absoluta. Se ha convertido en la montaña del comercio", expone Sebastián Álvaro sobre una cumbre que se democratizó en los años 70 cuando se redujeron los costes de las expediciones y que con el tiempo, "masificada al extremo", ha mutado en una industria del alpinismo, un gran zoco, un bazar cualquiera en las alturas donde se habla más de dinero que de superación y retos. "Hay que recuperar el Everest para el alpinismo, pero me temo que costará porque el Everest mueve muchísimo dinero y ese es el gran problema", recalca Álvaro sobre una montaña que es una manifestación de turistas de tal calibre que en el campo base se pueden reunir hasta más de 1.500 personas y se cuentan por centenares los que hacen cumbre, auxiliadas por empresas especializadas que operan en la montaña para facilitar la consecución del majestuoso trofeo previo pago a modo de pack turístico.
"Digamos que estas empresas ofrecen seguridad y gloria a cambio de dinero", critica Juanjo San Sebastián, que entiende que el alpinismo, en esencia, nada tiene en común con esa peregrinación que ha deformado el rostro del Everest hasta hacerlo irreconocible, dañadas sus laderas no solo por la aglomeración de montañeros y buscadores de récords, sino también por la cantidad de basura que se acumula. "Es indecente", dice San Sebastián. Viciado el ambiente, corrompida la montaña por el mercadeo, tres alpinistas, Steck, Moro y Griffith estuvieron a punto de morir por el ataque de un centenar de sherpas que trabajaban equipando la montaña. Los alpinistas resultaron heridos después del acoso al que fueron sometidos por los sherpas, que culparon a los escaladores de faltarles al respeto. La discusión, entre amenazas de muerte, acabó en agresión. "Si esto continúa así, si no se recupera la montaña tal y como era, el Everest va directo al precipicio", afirma Sebastián Álvaro.