La historia se remonta a junio de 2008. El autocar en el que la plantilla de los Lakers se desplazaba hasta el aeropuerto de Boston olía a decepción. El sótano del TD Banknorth Garden parecía un tanatorio. El silencio fue el último en subir al bus. Desde la superficie llegaban ecos de celebración amortiguados por el hormigón del garaje. Nadie decía nada. Nadie miraba a los ojos del compañero. Un tremendo manto de frustración se había apoderado de los jugadores que Phil Jackson había reclutado para devolver la gloria a la franquicia. El fracaso dolía. Pero lo peor estaba aún por llegar.

Al desfilar por la rampa de acceso a las calles el caos se coló en el velatorio. A los jugadores de los Lakers, el equipo que más finales de la NBA ha disputado (30 con la del pasado año), les aguardaba todavía un baño de humillación. Las calles, anegadas por los enfervorecidos aficionados de los Celtics, estaban teñidas de verde. Resultaba imposible circular. El vehículo avanzaba a duras penas. La NBA, un ejemplo de exquisitez organizativa, había olvidado el detalle de encargar una escolta policial. Los perdedores, con un desquiciado Kobe Bryant a la cabeza, quedaban a merced del vendaval de histeria con el que se festejaba el retorno del título tras 22 años de sequía.

Aquella, la del sexto partido de las finales de 2008, resultó una noche aciaga sobre el parqué. El triunfo con el que los Celtics sellaban la serie (4-2) supuso una estocada letal para los Lakers. No fue ya sólo que el equipo californiano desperdiciara la ocasión para igualar a los Celtics, con 16 cada uno, la nómina de campeonatos, sino la manera en la que llegó la derrota definitiva, con una soberana paliza (131-92), y lo que llegaría poco después, en ese eterno viaje hacia el aeropuerto.

Todo sucedió a escasos metros del Garden. A la altura de la estatua del legendario Red Auerbach, el hombre que lideró a los Celtics a sus 16 primeros títulos -estuvo presente como técnico o presidente en todos menos en el de 2008-, alguien distinguió la silueta de Phil Jackson a través de los cristales ahumados del autocar. Y se lió. Primero vino una lluvia indiscriminada de objetos, de basura, que despertó a los fantasmas de su letargo. Y luego las risas, los insultos y las sacudidas del autobús, ahora ya reconocido objetivo de las burlas de todos los seres verdes que fueron cruzándose en su tortuoso trayecto.

"Fue una situación penosa, patética", recordaba el pasado lunes Pau Gasol, que había llegado pocos meses antes con el objetivo de reforzar la plantilla de los Lakers para equilibrar fuerzas de cara a un duelo directo contra el Big Three (Allen, Pierce y Garnett) de Boston. "Es un sentimiento que pienso que voy a conservar en mi mente cada minuto que esté ahí fuera, en esa cancha y jugando contra ellos". Los Lakers no olvidan. Llevan dos años esperando la oportunidad para cobrarse la vendetta.

El propio Kobe Bryant reconoció el pasado año que le habría gustado volver a verse las caras con los Celtics en la final. Pero la resolución de las guerras fratricidas del Este les deparó un duelo contra los Magic, que apenas opusieron resistencia. Esta vez la cosa cambia. En la final de una de las temporadas más apasionantes del siglo recién estrenado, que arranca esta madrugada (03.00 horas, Canal Plus), huele a sangre. Los actuales campeones, favoritos a ojos de los expertos durante toda la temporada, recelan del rival, que ha cargado sus reservas de confianza tras dejar en la cuneta a los Cavaliers de Lebron James y a los Magic.

La rivalidad entre los dos grandes aristócratas de la competición volverá a centrar los focos. Y la serie promete chispas. El recuerdo de la humillación de 2008 sigue fresco en la memoria del equipo de Phil Jackson, que esta vez podrá contar con todos sus peones para resarcirse. Andrew Bynum, el niño gigante con rodillas de porcelana, llega tocado, pero llega. El equipo angelino dispone así de un argumento que echó mucho en falta hace dos años, cuando un solitario Pau Gasol sucumbió ante un sobremotivado Garnett.

Ahora ni éste ni el resto de los componentes del Big Three son lo que fueron. Pero como reza el refrán, quien tuvo retuvo. Así lo han demostrado los viejos rockeros de los Celtics, que pese a sus treinta y tantas primaveras han alcanzado en su mejor momento de forma la fase decisiva de la competición. Por si fuera poco, Boston tiene otros dos recursos que equilibran lo que en principio parece un evidente favoritismo del equipo californiano: por un lado Rajon Rondo, probablemente el mejor base de la NBA, y por el otro un roster mucho más apañado que el de los Lakers, donde sólo Lamar Odom ofrece un respiro de garantías a los cinco titulares.

Los Ángeles seguirán el cuaderno de bitácora que ha guiado la carrera de Phil Jackson. El señor de los anillos (acumula diez, seis con los Bulls y cuatro con los Lakers) se ha caracterizado siempre por su capacidad para gestionar los egos y acompañar a las grandes estrellas de buenos secundarios. En realidad, la base de su baloncesto es sencilla: darle el balón al bueno y que se la juegue. Así fue con Jordan y así ha sido con Kobe, de cuya inspiración penden en gran medida las opciones de triunfo de los angelinos.

El ronco Doc Rivers tendrá que tirar más de pizarra. Y seguramente no se limitará a explotar los recursos técnicos de su plantilla. Los Celtis administran una pléyade de estrellas del otro baloncesto. Garnett, Perkins, Rasheed Wallace o el menudo Nate Robinson han demostrado, sobre todo ante Orlando Magic, que no dudan en recurrir a cualquier artimaña para calentar los partidos y descentrar a las estrellas rivales. Las grescas que asegura este duelo serán tan sólo otro de los ingredientes de una eliminatoria apasionante que Kobe ha calificado de "sexy". La hora de ajustar cuentas ha llegado.