Recuerdo que a la salida del funeral de Carlos Sanz en la parroquia de San Ignacio, un grupo de amigos,entre ellos Adelina Moya, Javier Usabiaga, Maya Aguiriano y algunos más, nos fuimos a la cafetería Maxim del Boulevard a tomar un trago, cumpliendo el mandato de Carlos Sanz (Donostia, 1943-1987) para festejar la vida. Una vida desgarrada y alegre al mismo tiempo, una vida dolorosa y fuerte, enfrentada con la situación política y consigo misma. Carlos era un hombre noble, un pintor consecuente en todos los órdenes de la vida. Amigo de sus amigos, y sobre todo del orden justo, y de una sociedad como la vasca que sufría los zarpazos de las últimas décadas del franquismo.

Discípulo de Ascensio Martiarena, fue fiel colaborador de la Asociación Artística de Gipuzkoa, de la que llegó a ser su director y en la que pasaba buenos ratos dibujando, grabando y animando a las jóvenes promesas que allí acudían. Leía revistas y libros de arte, de ciencia y de política.

Perteneciente al grupo de las Nuevas Figuraciones y Realismos que surgió en Gipuzkoa en la década de los 70, junto a Juan Luis Goenaga, Marta Cárdenas, Vixente Ameztoy y Ramón Zuriarrain, comenzó a desarrollar una obra síntesis entre la realidad y la ficción, entre las nuevas figuraciones y las abstracciones aportadas por el Grupo Gaur, El Paso y otros grupos vanguardistas. Obra autorreferencial, interseccionada, silente, comprometida consigo misma, y con la situación personal y social que le tocó abordar con un cierto desgarro y socarronería.

Su bloc de dibujos y de notas, de 1960, pronto dio paso a manchas de color, a representaciones entre antropomorfas y objetuales, arrojadas o ubicadas en el espacio, o entreveradas entre puertas, ventanas o espejos (1964). Se trataba de una realidad polimorfa, empaquetada, hermética y atormentada al mismo tiempo. Hay como una cierta opresión en todo lo que pinta. Hay como una situación de violencia contenida a punto de estallar, o en tiempo muerto, que surge de una situación vital, temporal y social por él vivida.

Con un dibujo roto y expresivo traza sus primeros dibujos: Iniciación (1965), Franco (1966) y algunas obras de carácter social como S.T. (1964) en las que la sombra de Gutiérrez Solana no anda lejos. Dibujos y pinturas que muestran su compromiso ante la guerra de Vietnam, y la represión franquista (1967) dejan paso a La Infanta (1965), obra más compleja y rotunda. Rostros y personajes deformes se enlazan con Masas ante puerta y Pietá (1968) en sucios ocres.

Será en la década de los 70-80 cuando la visión plástica de Carlos Sanz comienza a tomar mayor cuerpo y envergadura. Las masas y fragmentos de carne, las vísceras y empaquetamientos objetuales se presentan como “naturalezas muertas”, cargadas con un halito de vida y de sustento, arrojadas al espacio, o enmarcadas en cuidadas planimetrías arquitectónicas y llenas de planos oscuros o iluminados en los que colores limpios y netos muestran su juego entre lo oculto y lo manifiesto, lo vivo y lo muerto. El topos donde suceden estos desgarros viene enmarcado por puertas, arcos, ventanas y ojos de buey, creando un trampantojo utilizado muchas veces en la historia del arte. Algunas de sus mejores obras se hallan en los museos del País Vasco y Navarra, en Fundación Kutxa, y en Gordailua. Una selección se muestra en la sala Kubo Kutxa hasta el 23 de enero. La muestra ha sido diseñada excelentemente por el arquitecto Aritz González, y el comisariado ha corrido a cargo de Mikel Lertxundi, con texto de Pablo Huércanos

Sanz conoce bien a Rembrandt, a Soutine, a Millares, a Muñoz, a Hernández, a Bacon, y absorbe de cada uno de ellos lo que conviene y necesita para hacer su propia cocina pictórica. En la década de los 70/80 dedicará también su atención al fotocollage y al fotomontaje a base de recortes de revistas ilustradas, creando escenas de marcado acento onírico y surrealista, humor y socarronería juntos. l