ras las cuchipandas de las descafeinadas fiestas, tocan tiempos de reflexión en torno al comer por placer o por necesidad. Una mujer tan culta como sibarita, grandiosa escritora y excelente cocinera como doña Emilia Pardo Bazán nos legaba una frase inolvidable: "El comer se humaniza cada día más, ya no es el engullir de la bestia hambrienta; también en la mesa puede el espíritu sobreponerse a lo material".
Tal y como recoge un estudio atinadísimo de Pilar Bueno y Raimundo Ortega, publicado hace ya unos años y titulado De la fonda nueva a la nueva cocina. La evolución del gusto culinario en España de los siglos XIX y XX, "ese deseo de profesionalizar la cocina popular era encomiable pero fracasó, y además encerraba un peligro que se mostraría en toda su magnitud cuatro décadas después con la llegada masiva del turismo y las grandes migraciones interiores".
Como señalaba también al respecto Néstor Luján: "España no ha conseguido jamás una capital gastronómica indiscutible. Nuestro país es un país de cocinas regionales, o por mejor insistir, casi nacionales. Un país de cocinas de regiones históricas, un estado en el cual se usan diversas grasas para cocinar los más diversos productos. No olvidemos que hasta bien entrado el siglo XIX en Galicia no se conocía el arroz, que el gazpacho ha sido un sobrio plato campero, andaluz y extremeño, que se extiende a través de la emigración por el norte de España. Las berenjenas tardaron siglos para pasar de la mitad meridional de la península y del Levante español al País Vasco y Galicia".
Habría que esperar, por tanto, muchos años para que la cocina española adquiriera personalidad para abrirse camino hacia lo más natural en el tratamiento de las materias primas, la simplificación de las preparaciones y la sobriedad en las presentaciones. Una guerra civil frustraría muchas de las pretensiones que proponían grandes cocineros como el catalán Ignasi Doménech (autor de uno de los mejores tratados de cocina vasca: La cocina vasca) y el gran cocinero aragonés Teodoro Bardají, que intentaron sistematizar y adaptar la gran cocina francesa sin perder la esencia de la hispánica.
Precisamente, en la década posterior aparecen importantes recetarios, entre los cuales, el más divertido de todos es el del gallego Julio Camba, La casa de Lúculo, publicado en 1937 y subtitulado con mucha intencionalidad Nueva fisiología del gusto. En esta deliciosa obra, el socarrón escritor gallego arremete contra la cocina española popular a la que tilda de estar "llena de ajo y preocupaciones religiosas".
Pero llega nuestra desgraciada guerra civil y se produce un parón absoluto, no ya de la gastronomía, que probablemente nunca había existido como tal, sino de la más elemental nutrición. Como señalan los citados escritores Pilar Bueno y Raimundo Ortega, "la penuria fue rasgo característico de la cocina española de aquellos años y solo los grupos privilegiados pudieron disfrutar de una progresiva abundancia que, desde luego, no siempre se traducía en comer bien. En el otro extremo, la cocina se hizo más pueblerina porque el autoconsumo era el único medio de abastecimiento que permitió no solo luchar contra el hambre, sino también conservar una cocina sencilla utilizando las materias primas de siempre. En las ciudades, el problema cotidiano no era comer bien o mal sino simplemente comer, y la mayoría de los recetarios de la época lo reflejan con fidelidad ante la indiferencia de un pueblo que siempre consideró más importante la cantidad que la calidad. En todo caso, resulta paradójico que un régimen tan nacionalista engendrara la que ha sido, quizás por fuerza, la peor cocina de la historia".
Pero si dolorosa y triste fue la guerra, la posguerra en el ámbito culinario no fue mejor. El racionamiento fue, obviamente, la más absoluta negación de nuestras tradiciones culinarias, y el estraperlo, la única vía de escape (aunque fraudulenta) para una mínima dignidad culinaria. De todos modos, como señalaba en su día Luis Bettonica, ya en los años 40 se abrieron restaurantes míticos para "los aristócratas y toreros, las clases ricas y las que se habían enriquecido recientemente". Por lo general, los restaurantes de alto copete ofrecían una cocina de brillante complicación, de presentaciones espectaculares, lógicamente de elevado precio, que se dio en llamar cocina internacional. Pero se trató de una cocina de elite, ceñida al ámbito de contados establecimientos en todo el país. Casi siempre fue ajena a aquellas suntuosas y exquisitas mesas de nuestra cocina tradicional.
Pero ya en aquellos años comienza tímidamente a verse un rayo de esperanza. Gentes como José María Busca Isusi (que comienza a difundir los temas culinarios en el País Vasco allá por el año 1942, por radio y en prensa escrita) o poco después el inolvidable Savarín (Conde de los Andes) en las páginas del diario ABC, o ese adalid de las letras gallegas como fue Álvaro Cunqueiro, o Néstor Luján con sus admirables artículos periodísticos premonitorios de la incipiente gastronomía desde las páginas de la revista Destino, y otras firmas adelantadas a su época, poco a poco comienzan a divulgar la mejor cocina del país que perdía el carácter de exclusividad, de cierto gueto de privilegiados que había tenido hasta entonces.
No debe soslayarse dentro de este panorama un hecho trascendental en muy diversos aspectos (económicos, sociales y políticos) de la vida nacional, que comienza en los años 50 del pasado siglo: nada menos que la invasión pacífica del turismo, que coincide, y no casualmente, con un ligero aperturismo (al menos económico), que pone fin a la época de autarquía y de aislamiento.
Tal y como señala acertadamente Luis Bettonica: "Como todas las invasiones que se han conocido a lo largo de la historia, llevó consigo cosas buenas y cosas malas. Y hemos venido considerando una de las cosas malas, como una consecuencia fatídica del turismo, un ulterior deterioro de la calidad de nuestras cocinas". Hay bastante de cierto en ello, pues, junto a una rutinaria interpretación de nuestras recetas históricas regionales, se introduce un remedo de cocina internacional despersonalizada.
Era necesario un revulsivo que estaba a punto de surgir, no por azar, tras el desarrollismo económico de los años 60, y en época de exigencia popular de cambios sociales, culturales y políticos, "tras las penurias de la posguerra, con las imposiciones de la dictadura (cartillas de racionamiento, día del plato único obligatorio para los restaurantes, el posterior y nefasto menú turístico) la cocina vasca (como el conjunto de la española) había perdido sus mejores cualidades.
La cocina popular se había convertido en algo rutinario y vulgar, y la alta cocina internacional se desdibujaba y prostituía víctima de sus propios principios inamovibles. Pero se hizo la luz. Primero, en Francia, unos jóvenes cachorros encabezan el movimiento insurgente de la Nouvelle cuisine que más tarde contagiaría a un grupo de vascos, también jóvenes y entusiastas, que, a su vez, con su espontáneo movimiento (la Nueva Cocina Vasca) iban a irradiar sus cambiantes ideas al conjunto del País.
Crítico gastronómico y premio nacional de Gastronomía
Durante la posguerra, el racionamiento supuso la más absoluta negación de nuestras tradiciones culinarias