- ¿El libro sirve como repaso al pasado reciente de la arquitectura de Euskadi?

-Se puede decir que sí. Son mis escritos y mis labores de arquitectura en mi paso por el Gobierno Vasco, en la obra del Palacio Miramar y en mis comienzos, con una serie de análisis de urbanismo. He tenido una dedicación académica a la hora de juntarlos. Al llegar al final de mi carrera me parecía que podía servir.

Por lo tanto, ¿está pensado únicamente para arquitectos?

-No. Todo lo contrario. Los arquitectos, como los médicos o los psiquiatras, o hablamos en el lenguaje de todos o el lenguaje deja de ser un elemento de comunicación. Hay una serie de aspectos de ciudades como Vitoria y Donostia que se estudian mucho. Está también el caso de Laguardia. Se puede también comprobar la trayectoria del Gobierno Vasco hablando de la capitalidad de Vitoria, que supuso un problema de arquitectura. En Vitoria había edificios, pero no eran bonitos. A mí me tocó navegar en ellos, entre el geriátrico, Arkaute, Ajuria Enea... Por eso dedico un pequeño capítulo a los pabellones.

Habla, por lo tanto, del poder transformador de la arquitectura.

-Es un poder grande, pero cuanto más transformador pretende ser, menos lo consigue. La única excepción en los últimos 30 años es el Guggenheim. Lo demás se hace poco a poco con un urbanismo serio, fundamentado en la arquitectura sin darnos cuenta. El 90% de los megaproyectos de influjo propagandístico han fracasado y hoy están en ruina inminente. Y los restantes cuestan cien veces más de lo pensado o están en los tribunales. Con lo cual, la pequeña historia arquitectónica de la España de la Transición, en el que cada uno quiso hacer su pequeño monumento, se puede leer como el fracaso de los fracasos y, lo que todavía es peor, no se han dado cuenta de ello.

¿Ha sido igual en Euskadi?

-Por fortuna, en Euskadi, a todos los efectos, ha sido más comedido. No hay grandes descubrimientos y las decisiones se han tomado de forma más meditada. Nuestra política está más asentada, nuestros representantes son más serenos y nuestras campañas son menos fulgurantes, pero, sobre todo, distinguimos mejor que otros, incluso avanzados pueblos europeos, lo fundamental de lo accesorio. En el libro trato de explicar que los edificios no son ni bonitos ni feos, tienen vida propia y se pueden transformar bien o pueden entrar en declive. No hay nada peor que un joven avejentado o un viejo con aires juveniles.

Es imposible saber si un proyecto es el adecuado hasta que pasan los años necesarios.

-Por eso es bueno estudiar, tener una teoría, ir a la escuela de arquitectura y profundizar en cultura. Aún y todo te puedes confundir o no acertar, pero, por lo menos, puedes asentar evitar el error.

Haciendo repaso a los escritos, ¿se aprecia una evolución de la arquitectura en Euskadi durante estas cinco décadas?

-Tanto como eso no. Los tiempos de la arquitectura son largos. Hay quien dice que son diez años, pero yo pienso que son más. Si alguna característica tiene la arquitectura es que, al formar parte de la ciudad, participa de lo antiguo y tiene que plantear lo nuevo. No se trata de un canon estético o mantener las apariencias de un cadáver, es revitalizar el edificio. La casa consistorial de Donostia era un casino y se han hecho mil cosas en ella. No pasa nada si se hace bien.

Antes ha mencionado el Palacio Miramar, del que es muy crítico con su situación actual.

-Es el lugar más importante de Donostia. Desde el fuero fundacional hasta hoy, Miramar está en el corazón de la discusión donostiarra. Para todos son desgraciadamente muy recientes las guerras carlistas y Miramar representa el apogeo de una sociedad liberal con respecto a un territorio carlista, y eso hoy no se ha superado. Tampoco olvidemos que Miramar representa el convento donde estuvo la Monja Alférez. Tenemos, por lo tanto, unos referentes que, con todo respeto, podemos ponerlos en panorama y no discutir si hay que traer un piano o quitarlo. Por fortuna, Ricardo Etxepare y todo su equipo de los Cursos de Verano lo han tenido en pie. Si no es por ellos, hoy Miramar sería una cafetería. Tiene que seguir vivo y para ello hay que usarlo. Es mejor el uso vandálico que el no uso. Debe ser un complemento del Kursaal para muchas cosas que ya existen como conciertos, cine, congresos... Nos falta una visión de conjunto.

En una reciente entrevista a este periódico, Carme Pinós decía que "los espacios públicos deben hacernos sentir parte de ellos y es algo que se ha perdido". ¿Es lo que le pasa a Donostia?

-Aunque comparto totalmente esas declaraciones con ella, Donostia es una privilegiada y un ejemplo en el mundo. ¿Quién puede ir del Peine del Viento hasta Sagües por una acera viendo en el Cantábrico islas, penínsulas, ensanches, ríos y monumentos? No hay otra igual, siempre y cuando puedas comprar una vivienda. Ser arquitecto y no pensar que la ciudad en la que estás va envejeciendo más rápido que tú mismo da mucho que reflexionar. No se trata de llenar de porquería los montes, se puede hacer y solo hace falta sensatez.

La mancha más negra en estos momentos es el Bellas Artes.

-El Bellas Artes es un coronario de todo esto que trato de decir en el libro. Es un edificio simpático, aunque no es un monumento en el sentido que puede tener la connotación de la palabra. Eso no quiere decir que sea conveniente tirarlo, pero hay que tenerlo vivo y lo tenemos muerto desde hace 35 años. Es privado, por lo que sería bueno comprarlo. Los que dicen de no tirarlo, ¿por qué no ponen un euro cada uno y lo compran? Es muy fácil decirle al otro lo que tiene que hacer mientras el edificio va muriendo, cada día más triste. Da la impresión de que, por fin, está el mecanismo de reconversión en marcha, aunque yo habría preferido que hubiera sido mucho más pronto, menos trabajoso y, sobre todo, más fresco, libre y creativo.

Una de las últimas actuaciones en la ciudad ha sido 'Hondalea'. ¿Qué opinión tiene de ella?

-Nace del fruto de continuar con el maridaje entre escultura y ciudad. Cualquier juicio es prematuro, pero los comienzos son muy buenos. Hondalea tiene la valentía de una donostiarra, Cristina Iglesias, y el edificio es categórico. Me parece que vaciarlo es un elemento brillante y coincide en un tiempo en el que los grandes centros de arte miran a las islas. Tiene mi voto de confianza y ha conseguido que hablemos de ello, lo que ya significa algo.

Una última cuestión. ¿Cree que la pandemia va a cambiar cómo pensamos que serán las ciudades del futuro?

-Creo que no. Tengo presente el Decamerón de Boccaccio y la peste de Florencia. ¿Cambió Florencia? Sí, pero, ¿de manera sustancial con respecto a la arquitectura? No lo sé. Nuestros hábitos pueden cambiar, pero nuestra relación siempre es más lenta. Pienso que no deja de ser un eslogan publicitario dañino cotejar estos dos conceptos.

"El Bellas Artes es un edificio simpático, pero no es un monumento. Eso no quiere decir que haya que tirarlo, pero hay que tenerlo vivo"