engo que confesar que siendo muy crío (y ha llovido y escampado mucho) tuve una terrible tirria a dos verduras con vaina: las habas y las judías verdes (o sea, lo que llamamos vainas). Esta fobia estaba plenamente justificada, no por las verduras en sí, sino por el tratamiento de antaño y el punto de cocción, como años después descubrí. En relación a las vainas (que idolatraba mi amona Gabina, gran cocinera en casi todo menos en lo relativo a esta verdura), la sobrecocción de las mismas era para mí verdaderamente insoportable. Ausente de su genuino color verde, ese tono amarronado y de textura blandengue, constituía para mí una tortura. Y no digamos el turbio caldo que desprendían, que inevitablemente con el sopako, era la base de la sopa de la cena. Un aguachirri infumable. Que por cierto, conservaba -no sé bien por qué- un tremendo calor residual que además, para más inri, te quemaba los morros.

Cuando descubrí, muchos años después, los platos de vainas (en menestras o tan solo con patata) escasamente cocidas, de un verde llamativo y una textura crujiente, me reconcilié con las judías verdes, "verde que te quiero verde".

Algo similar me pasaba con las habas (los guisantes ya eran otra película), cuando no se hacían con su áspero calzón, de difícil digestión o ya fuera de su vaina pero con la piel que recubre cada grano. El resultado era bastante deficiente estéticamente, y sobre todo por su textura áspera, ordinaria y de total falta de delicadeza. Especialmente en habas más crecidas, no tanto en las diminutas de casi nula piel. Eso sí, mucho después, cuando los cocineros más modernos repelaron las habas para sus elaboraciones y ajustaron su punto de cocción, mi enamoramiento fue mayúsculo y definitivo.

En relación a las habas, rememoremos mucho tiempo atrás. Tenemos referencias de la Grecia clásica que se remontan a los siglos VII a V antes de Cristo. Podían consumirse crudas cuando estaban tiernas, con o sin sal, tostadas con sal cuando ya estaban secas, generalmente como un aperitivo, como actualmente las almendras o las avellanas.

En la Roma clásica, por estas fechas, en concreto el primero de junio, era tradición comer estas legumbres en honor de la diosa Carna, lo que se conocía como Calendas de las habas (Kalendae faboniae). La ninfa Carna era la diosa que cuidaba de la asimilación de los alimentos y patrona de los goznes (su poder abre lo que está cerrado y cierra lo que está abierto).

El romano Marco Gavio Apicio -y quienes añadieron mucho después textos a su obra original-, nos da buena cuenta en el siglo I de nuestra era de diversas preparaciones de habas, que asocia con las de guisantes, los cuales se consumían tanto tiernos como secos, en forma de purés singulares o guisos denominados concicla. Hablamos de purés de habas cocidas y trituradas, que se aliñan con yemas de huevo cocido, con el omnipresente garum y aceite o con miel y albóndigas de carne, guisos de habas secas con puerros y flores de malva, con pollo, con sesos y huevos duros picados, asociadas también a trozos de jamón salado, vino... siempre con múltiples especias.

lágrimas de zapatero

Dejando a un lado la más remota historia de las habas, hay que convenir que las elaboraciones catalanas son las que gozan de más fama en nuestro área cultural. En el siglo XIX, en los restaurantes de Catalunya, se les llamaba a las fabes con irónicos nombres: bailarinas, lágrimas de zapatero, menudos de gallina o perlas del payés. Y en combinación con patatas y berza se les motejaba como "La sagrada familia".

En cuanto a platos, tenemos las fabes a la catalana, que como señalaba el añorado escritor Manuel Vázquez Montalbán, "es uno de los pilares gastronómicos de la nación, junto a la Escudella i carn d'Olla y la butifarra amb mongetes". No es más que un estofado de habas frescas; un plato en su origen económico, donde los elementos del cerdo, la butifarra negra y el tocino le daban sabor.

Pero también las habas sirven de base a ensaladas, quizás la más interesante de todas, todo un clásico de la cocina catalana, haya sido una receta de un gran cocinero: el inolvidable Josep Mercader. Una combinación delicada de habas muy pequeñas, cocidas previamente y más tarde acompañadas de unas tiras de buen jamón y hierbabuena picada que se aliñan con aceite de oliva virgen, vinagre de calidad y un poco de mostaza.

No podemos soslayar al respecto la predilección del grandioso chef galo Alain Ducasse (Orthez, 1956): "Las habitas de primavera se comen crudas con un poco de sal". Muy interesante, asimismo, lo que nos dice en su atractiva obra Diccionario del amante de la cocina (Editorial Paidós, 2004): "Si le gustan las habas, sepa que a ellas le gusta especialmente la compañía del jamón. Hay un jamón en España, o más bien en Andalucía, el serrano de Jabugo, que casa de forma divina con un plato de habas frescas salteadas en aceite de oliva y un poco de cebolla, todo ello mezclado delicadamente con yemas de huevo aplastadas. Un regalo real, tanto caliente como frío".

Los italianos de la región de Toscana también aprecian especialmente las habas; allí las cuecen con dados de panceta y aceite de oliva antes de mezclarlas con tomates frescos pelados y troceados. Dado que me encantan las habitas y siempre estoy buscando una nueva manera de honrarlas, imaginé también hacer con ellas un pisto de hierbas: reducidas a puré con el mortero, con una pizca de sal, mezclado con hojas de albahaca, que sigo picando mientras incorporo aceite de oliva hasta que emulsione a la perfección. Es ideal sobre pasta fresca con verduritas tiernas salteadas".

Además de todo lo dicho y pisando tierra cercana, tengo grabado en mi memoria gustativa un plato (aparentemente sencillo) del estupendo bar donostiarra Iturrioz, una de las inexcusables paradas del pintxo local: las habitas repeladas con yemas de huevo de caserío. ¡De toma pan y moja!

Mikel Corcuera, crítico gastronómico y premio nacional de Gastronomía

Cuando los cocineros más modernos repelaron las habas y ajustaron su punto de cocción, mi enamoramiento fue mayúsculo