oincidió la noche de la Superluna de las flores con el cierre de la contradictoria docuserie que ha ocupado las charlas de café sobre la historia de Rocío Carrasco y su brutal exmarido, estrella de la teleinfamia, modelo de maltratador psicológico y embustero compulsivo. En lo mediático ha sido todo un fenómeno, con audiencias medias de casi tres millones de espectadores y cuota de pantalla superior al 25% a lo largo de sus trece emisiones. Si bien reconocemos su impacto, también somos conscientes de su significado en la sociología del país. De fondo queda el debate de si la telebasura será definitivamente cuestionada y si está dispuesta a desaparecer por decisión propia o por ley, porque ya no es aceptable su impune barbarie.

Telecinco trajo consigo la destrucción programada de personas a base de difamación y asalto a la intimidad, causando numerosas víctimas e infectando el respeto interpersonal. Una de ellas fue la hija de la tonadillera y el boxeador. Ahora, tras su sistemática demolición durante años, montan el espectáculo inverso, su rehabilitación por los mismos que la machacaron, sin que esta autodescalificación implique propósito de cambio o desmontaje de Sálvame, Socialité y otros chiqueros. Hasta que no ocurrió la violación de una chica no cerraron Gran Hermano.

La presentadora Carlota Corredera ha declarado que "con el caso de Rocío Carrasco ha caído la careta del periodismo del corazón y la de la justicia". ¿Y la suya no? ¿Y las de Vasile, Berlusconi y La Fábrica de la Tele, productora del monstruo? ¿Y de la gente que lo alimenta a diario? Para más cinismo y descaro se jacta de estar creando el #MeToo español. Vistieron a esa chica con traje fucsia y body negro como icono para construir, de nuevo, la banalidad del mal, a la que se refirió hace mucho, mucho tiempo Hannah Arendt. Todo sigue igual.