icen los franceses que de cocina y gastronomía saben un rato y además idolatran sus quesos, que una fiesta sin ostras es como una comida sin queso€ Y no les falta razón, al menos a lo que a mí respecta. Y ahora al llegar los primeros fríos, eso sí, con un otoño casi tropical, resulta casi obligado referirnos a uno de esos bocados que si bien no nos abandonan en todo el año, es ahora su época más propicia. Desde luego que no se sabe bien el porqué de esa frase hecha: "Aburrido como una ostra", ya que la vida misma de este molusco bivalvo es bien azarosa y está plena de aventuras. No solo ha de sobrevivir a la insaciable captura de los depredadores humanos, sino que entre sus congéneres es sumamente apreciada sobre todo por parte de una almeja, al parecer muy sibarita, llamada Crepidula fornicata. Su provocativo apellido en este caso no parece que tenga que ver nada con las virtudes supuestamente erotizantes de su presa.

Lo que sí es cierto es que las ostras encierran en sí todo un mundo contradictorio de apetencias y gustos. Adoradas por unos, no solo por motivos estrictamente gastronómicos o nutricionales, otros las aborrecen hasta el punto que jamás se puede confeccionar un banquete con su concurso si no se quiere que la mitad de los comensales se queden in albis. Y es que hay que dar la razón a Jonathan Swift, que nos dejó escrito en su obra Una conversación amable: "Hombre osado fue el primero que comió una ostra". Es cierto que no es un bicho de apariencia agradable, para ser sinceros es horrible, similar en su exterior a una roca enmohecida y con unas carnes de una mucosidad para muchos repulsiva. El rechazo inicial de quien nunca la ha probado es inevitable, como sucede muy frecuentemente con bocados tan sugerentes como los caracoles, los percebes, las gelatinosas e increíbles kokotxas, la negra tinta del chipirón (algunos foráneos les evoca con horror al chapapote), las angulas (una gusanera para los que no las conocen), las tan en boga tripas de bacalao, las crestas de gallo, los sesos, las lecheritas (mollejas) o las maravillosas huevas de esturión, o sea, el caviar.

Las ostras además son todo un rito del lujo y del placer no meramente culinario, ya que son el símbolo más reconocido de la más que discutible cocina afrodisíaca e imprescindibles protagonistas de mil y un historietas, reales o imaginarias, prosaicas o poéticas y por supuesto hasta cinematográficas, en las que el pecado de la gula se hermana con la lujuria. En este sentido se sabe que María Antonieta se hacía traer a su palacio carros enteros de este molusco para estar en plena forma amatoria. Y quién no ha oído hablar de la célebre receta del gran conquistador Casanova: Ostras recibidas de la boca del amante. Fórmula con la que ninguna víctima se le resistía y con la que sedujo a más de una novicia. En este sentido, la anécdota más concluyente es la que nos relata Isabel Allende en su delicioso libro Afrodita: cuentos, recetas y otros afrodisiacos y que hace referencia a la frívola hermana de Napoleón: "Esa mujer (Paulina Bonaparte) de mala salud, histérica y mimada, que se bañaba en leche, dormía buena parte del día y pasaba el resto del tiempo ocupada de su vestuario y belleza, solía escapar de noche a revocarse con esclavos en cuartuchos inmundos y comer de sus bocas entre besos y mordiscos la tosca comida de los pobres, mientras en el comedor de palacio el general Leclerc, marido cornudo y complaciente, degustaba la refinada cocina y los mejores vinos de Francia". Y prosigue su relato la escritora chilena: "Paulina regresó a Europa con cuatro esclavas africanas para su servicio y un negro guapo y fornido, que cada mañana la transportaba en brazos desnuda a la bañera y le daba su desayuno: ostras frescas y champaña". Claro que en esas circunstancias y en ese ambiente, ¡quién va negar el poder afrodisíaco de las ostras!

Aunque parezca un tanto paradójico por lo anteriormente expuesto, las ostras también se han asociado no solo a la concupiscencia, sino a los excesos en el comer, al pecadillo que desde siempre la iglesia más ha hecho la vista gorda: la gula. En la historia de la gastronomía, las ostras se han identificado con la glotonería. Como muestra más expresiva de lo dicho, la podemos ver en un famoso lienzo de 1735 de Jean-François de Troy llamado Deujener d´uitres (Almuerzo de ostras), reproducido en múltiples tratados de cocina. Estamos en Versalles, bajo el reinado de Luis XV. Todos estos hombres, reunidos alrededor de una mesa y en un escenario suntuoso. Exactamente en el comedor de los pequeños apartamentos de dicho palacio. Habiéndose cambiado sus trajes de caza, levitas, chalecos y tricornios por sus elegantes ropas de corte, se disponen a zampar ingentes cantidades de ostras frescas traídas de la costa, a pie, por veloces corredores.

La contradicción antes sugerida se encuentra en saber si son compatibles, de hecho, los excesos sexuales y bucales. El que fuera llamado cínico del tenedor, Grimod de la Reyniére, separa completamente los placeres de la mesa de los del lecho y dice al respecto que "los placeres que procura la buena comida al rico goloso, deben pasar al primer plano, que son mucho más largos y sabrosos que los que se disfrutan infringiendo el sexto mandamiento". Sin embargo, Grimod reconoce el valor de las sustancias estimulantes: "En cocina como en amor una ayuda no hace daño", y prosigue más adelante el refinado escritor: "€pero el goloso no acude a la farmacia a buscar afrodisiacos. Si las circunstancias le obligan, los encontrará en la cocina más fácilmente que en la botica".

Crítico gastronómico y premio nacional de Gastronomía