apurdi y Zuberoa, tras la estrafalaria dominación inglesa medieval, pasaron a principios del siglo XVI a la órbita francesa. La monarquía, todo hay que decirlo, iba respetando por medio del “baile” -su representante- la legislación y las instituciones de los dos herrialdes.

Por su parte, Nafarroa Behera había acogido a los monarcas legítimos del Reino de Nafarroa tras la conquista castellana de la vertiente surpirenaica del Reino. Puesto que el rey de Nafarroa era a su vez vizconde de Bearne, ese pequeño reino practicaba una política exterior más ligada a los intereses del Vizcondado.

Y llegamos a las absurdas guerras de religión que asolaron a Francia en el siglo XVI. A grandes rasgos, se puede decir que los herrialdes del norte de Euskal Herria se apuntaron a la reforma protestante en ese enfrentamiento. El norte francés se apiñó con la corona en defensa del catolicismo. Para colmo, el rey de Nafarroa y vizconde de Bearne, Enrique III, hizo profesión de fe hugonote y fue estandarte de los vascos herejes contra el catolicísimo soberano francés.

Quién lo iba a decir, pero la paz llegó precisamente de la mano del hereje Enrique III y por la tan manida componenda matrimonial. Casó Enrique III con la hija de la reina regente de Francia, Catalina, y resultó así heredero de la Corona francesa. Firmó en 1598 el Edicto de Nantes que dio fin a las hostilidades y garantizó la libertad de conciencia y la igualdad política de los hugonotes. Vemos así al rey de Nafarroa acceder a la corona de Francia y, al mismo tiempo, el comienzo de una nueva casa real: los Borbones. Era, también, el comienzo de una feroz centralización.

Quién sabe si curándose en salud, cuando Enrique III de Nafarroa y IV de Francia estableció los límites del reino (1607), dejó separadas a Nafarroa y al Bearne que nunca reconocieron la soberanía del Estado francés. Ni siquiera cuando el hijo de Enrique III, Luis XIII, ordenó el edicto de incorporación de Nafarroa a la Corona (1620) aunque respetando sus fueros, franquicias y libertades y así jurándolo él y sus sucesores antes de ser proclamados. No es extraño, pues, que el cronista real Froidur se refiriera a los navarros pirenaicos en 1667 con estos términos: “Son gentes que han sido muy difíciles de gobernar, que no han reconocido ni la autoridad de la justicia y del parlamento, ni la de los intendentes, ni la de los gobernadores, y que la del rey ha sido la más despreciada”.

No obstante esta resistencia, a mediados del siglo XVII se incrementan los esfuerzos de centralización y, aprovechando la pelea entre “Sabel Gorris” y “Sabel Txuris” en Lapurdi por hacerse con el título de “baile” hereditario, la corona tuvo una excelente excusa para reforzar la autoridad de sus representantes y el funcionamiento de sus instituciones. Más sinuosamente, el rey francés iba afianzando su poder en base a prerrogativas concedidas a la nobleza local.

El litigio de los límites fronterizos entre las coronas francesa y castellana y los conflictos internacionales como la Guerra de los Treinta Años (1618-1648-1659) que tuvieron en su última fase como escenario la franja situada entre el Bidasoa y la Nivelle, fueron el pretexto para la militarización de la zona y la instalación de guarniciones del Ejército real que primero fueron provisionales pero que a partir de 1680 se convirtieron en permanentes. El espíritu centralizador de los Borbones tenía, además, la ayuda de las armas.