n “La Bardena”, como la llaman quienes conviven con ella, a lo más te podrás tropezar con algún pastor que más parece estatua, o con un conejo sobresaltado, o con un alacrán huidizo; o, si viene mal dadas, con el estruendo del reactor o el campo de tiro. Es el tópico paisaje lunar del Sur de Euskal Herria que muga con Aragón y sin más belleza que su propia árida desnudez.

Proponer La Bardena como excursión no deja de ser arriesgada sugerencia, por el concepto común que suele darse al ejercicio de piernas y mochila en nuestra tierra con sus mil tonos de verde. Y hablamos de lo que suele llamarse “Las Bardenas Reales”, porque otras Bardenas hay, las de Cáseda, más afortunadas y mugantes casi con la Montaña navarra. En las Bardenas Reales, La Bardena, no encontraremos más verde que algún salpicón de pino carrasco al que, si la fortuna le llovió, acompañarán la coscoja, el enebro y el escambrón; arbustos, todos ellos, valientes y tenaces a quienes la Naturaleza dotó de recursos y sabiduría para la subsistencia.

La Bardena ocupa una extensa zona de más de 400 kilómetros cuadrados de extensión árida y desértica allá por donde la Ribera Tudelana linda por el Este mugante con las Cinco Villas aragonesas y, aunque sin disfrutarlas, con las aguas de los ríos Ebro y Aragón. Quienes de ello entienden, aseguran que La Bardena es residuo de una amplia cuenca lacustre que sobrevivió aun después de que todo el País Vasco emergiera de las aguas. Ese mismo lago, dicen, cubría La Rioja y se extendía por parte de la provincia de Zaragoza.

De aquel inmenso estanque prehistórico quedaron para la posteridad unas tierras resecas y arcilladas que se alinean en desordenados estratos. La erosión y la insólita lluvia hicieron el resto hasta dejarnos a la vista tan peculiar paraje impidiendo cualquier manto vegetal y dejando a la tierra a su propia suerte. Y la tierra desnuda ha ido evolucionando a su capricho, dibujando barrancos y córcavas, salpicando surcos antaño cuna de leves hilos de aguas salvajes y hoy sorprendente sendero hacia fantasmales plataformas, como testigos mudos del suelo de la antigua llanura.

Tierra pobre, La Bardena, en la que malviven seculares mosaicos labrados por la tenacidad humana en busca del cereal, mimando esquinas y vaguadas a la espera de la gota de lluvia que nunca llega. Pero que, cuando llega, cuando el milagro del agua fertiliza, regala un hermoso aunque incongruente color verde al cetrino y desolador paisaje.

Goza, sin embargo, La Bardena, de términos concretos que dan carácter de habitable al desierto: Valdecruz, Val de Otxoa, Landazuria, Cascajo, Andagorria, Tres Montes, Tres Hermanos, Sancho Abarca, Erlanz, Puy García, Kruzeta... dan una idea de que quienes patearon estas tierras dejaron, al menos, su huella humana. La Bardena, hoy, no tiene población estable o permanente. Sólo los pastores que acuden a invernar con sus rebaños animan aquellas soledades, y sus ovejas borros ramonean en las ruinas de aquellos antiguos castillos bardeneros, Aguilar, Estaca, Mirapex, Peñaflor, Peñarredonda y Sancho Abarca.